Los jóvenes ante autoritarismos y democracias

Los jóvenes ante autoritarismos y democracias

Elsa Cardozo*

Los jóvenes son agentes, beneficiarios y víctimas de los grandes cambios sociales y, por lo general, se encuentran frente a una dicotomía determinante para sus vidas: integrarse al orden establecido o convertirse en la fuerza transformadora de sus realidades. Vaclav Havel –escritor y consecuente opositor al régimen comunista, que llegaría a ser el primer presidente de Checoeslovaquia tras la Revolución de Terciopelo– escribió que la iniciativa en defensa de los derechos humanos que dio impulso al largo proceso de transición política del comunismo a la democracia “[…] no brotó de un acontecimiento directamente político, sino del proceso contra los jóvenes de un conjunto musical”.

Ellos habían tenido “[…] todas las posibilidades de adaptarse al orden constituido, de aceptar ´la vida en la mentira´ y de vivir así en paz y tranquilidad”, pero optaron por cantar verdades con aspiraciones de libertad y dignidad, por “vivir en la verdad”. Havel no dejó de advertir que el impulso social y político que siguió se produjo “[…] en un tiempo en que la gente comenzaba a hartarse […] de esa supervivencia pasiva en la esperanza de que las cosas mejoraran.”1

Contemporáneamente se lee que los jóvenes “[…] son a la vez agentes, beneficiarios y víctimas de los grandes cambios en la sociedad” y que por lo general “[…] se enfrentan a una paradoja: pueden tratar de integrarse en el orden existente o servir como fuerza para transformarlo”2. Esto, que en realidad es cierto para personas de cualquier edad, es particularmente relevante entre los jóvenes que, pese a haber nacido y crecido bajo un régimen de opresión o en medio del desencanto y hasta indignación ante las fallas de las democracias, han optado por asumir posiciones y actuaciones de resistencia y protesta que logran proyección y repercusión más allá de sus países.

CONTAGIO, ENTORNO Y MEMORIA

Alrededor de 1989, en medio de las reformas impulsadas por Mijail Gorbachov cuya dinámica precipitaría el final de la Unión Soviética, dos años después, se produjo la caída de los regímenes comunistas de Polonia y Hungría, de Alemania –donde la demolición del muro se convirtió en imagen del derrumbe del bloque soviético–, así como de Checoeslovaquia y Bulgaria. Contagio, entorno y aprendizajes se reforzaron mutuamente y, salvo en Rumania, propiciaron transiciones pacíficas con visible participación de población joven.

En el mismo año, en China, la Masacre de Tiananmén fue la culminación de una larga sucesión de manifestaciones pacíficas frente a un régimen comunista, dispuesto a la apertura económica pero negado a la más mínima apertura política. Las protestas fueron iniciadas por estudiantes que, con el clamor por libertades políticas, llegaron a congregar hasta un millón de asistentes en la enorme plaza y sus alrededores. No por casualidad su recuerdo sigue preocupando al gobierno chino, empeñado en borrarlo de la memoria nacional e internacional.

APRENDIZAJES, GEOPOLÍTICA E INSATISFACCIONES

Durante la primera década del siglo XXI, con visible protagonismo de organizaciones sociales y de jóvenes, se produjeron las llamadas Revoluciones de Colores en la periferia rusa. Tuvieron en común la utilización de medios no violentos de protesta y presión, las más de las veces en exigencia de elecciones legítimas, pero luego en demanda de libertades y soberanía.

En esta oleada hubo fracasos (Armenia, Moldavia, Uzbequistán, Azerbaiyán y Bielorrusia) y éxitos (Serbia, Georgia, Ucrania y Kirguistán). En estos últimos fueron claves los vínculos con activistas experimentados en las revoluciones de 1989. También lo fue el apoyo de actores democráticos occidentales, no gubernamentales y gubernamentales. Pero no tardarían en volver las presiones rusas y de sus aliados vecinos sobre el resto de su periferia, comenzando por Georgia y Ucrania.

Parte de esa historia es también la pérdida de concertación política, eficiencia y legitimidad de los actores democráticos nacionales para robustecer el nuevo orden. Su efecto sobre los jóvenes ha sido una creciente insatisfacción con la democracia3. Con todo, los desencantos y las frustraciones no se han traducido generalmente en rechazo a la democracia, sino en actitudes críticas y demandantes4.

Las movilizaciones que se extendieron a 16 países del norte de África y el Medio Oriente entre finales de 2010 y 2012 contaron con significativa participación de jóvenes, su utilización de medios de protesta pacífica y de recursos tecnológicos para la coordinación de enormes y sostenidas manifestaciones. Condiciones económicas, sociales y demográficas alentaban la inconformidad en un contexto internacional en el que parecían posibles y dignos de aliento los reacomodos que se produjesen pacíficamente.

Pero la Primavera Árabe solo lo fue para Túnez. El rápido contagio y las condiciones geopolíticas que parecían propicias cambiaron y los jóvenes perdieron la visibilidad internacional ganada entre 2010 y 2012. Mantuvieron, en escala menor, la disposición a movilizarse en demanda de cambios económicos y sociopolíticos: en esos países y en el conjunto del continente africano, el de más rápido crecimiento demográfico y mayor proporción de población joven.

ANTE AUTORITARISMOS Y DEMOCRACIAS

Entre mediados y finales de la segunda década del siglo XXI se han multiplicado las iniciativas y movilizaciones en las que los jóvenes han sido participantes en primera línea, tanto frente a regímenes autoritarios como en reclamo ante la erosión o la ineficacia de las democracias. También en causas y movimientos de alcance transnacional relacionadas con el más amplio espectro de los derechos humanos. Es notable la densidad de las protestas desde finales de 2019 y su extensión a todos los continentes5.

Entre las acciones frente a autoritarismos destacan, entre otras, situaciones tan visibles como las manifestaciones masivas en Hong Kong, durante dos años hasta su sofoco represivo, contra imposiciones de Pekín violatorias del régimen de autonomía; los que en Rusia se sumaron a las manifestaciones que se extendieron por más de cien ciudades contra el envenenamiento y prisión del opositor Alexei Navalny, o los que se movilizaron en rechazo del más reciente fraude electoral en Bielorrusia.

Pero no hay que ir tan lejos: en Nicaragua, tras quince años consecutivos de orteguismo, fue notable la participación de jóvenes en la protesta social sostenida durante meses; también lo fue que la mayoría no cejara en el empeño de presionar por soluciones institucionales, aun frente a la violencia gubernamental. En Cuba, venciendo el miedo y cultivando la oportunidad, jóvenes artistas cantaron verdades –para volver a las palabras de Havel– y alentaron la más extendida exigencia pública de libertad en los sesenta y tres años de régimen comunista.

Venezuela suma desde comienzos del siglo iniciativas y manifestaciones contra decisiones, políticas, violaciones de derechos humanos y del pacto constitucional. En ellas se ha hecho muy significativa la participación de jóvenes, particularmente relevante en 2007 y a partir de 20146. Han sido activos también en acciones políticas, en organizaciones sociales, en la defensa de los derechos humanos y en la preservación de los valores democráticos.

Sin embargo, en correspondencia con lo que recogen experiencias y estudios globales, su interés por la política ha disminuido, aunque se mantiene el de participar en movimientos reivindicativos7. En el distanciamiento de la política, aparte del impacto del enorme deterioro en las condiciones materiales e institucionales y en expectativas de vida, han pesado también las fallas de los actores democráticos.

En el terreno de las democracias, corrupción, impunidad, inseguridad y abusos de poder, desigualdades, obstáculos de acceso a la justicia, impacto de ajustes económicos y debilidad de políticas sociales han sido parte de la diversidad de razones de los jóvenes para movilizarse. La ola de protestas latinoamericanas sumó a partir de 2019 las movilizaciones con demandas a gobiernos democráticos, del norte al sur del continente.

La represión fue denominador común; no lo han sido, en cambio, el foco ni los logros en soluciones institucionales. En este último aspecto, es especialmente interesante y prometedora la secuencia chilena8: desde la escalada y radicalización de los manifestantes y sus demandas, hasta la negociación de acuerdos para la renovación institucional.

Para cerrar, valga volver al comienzo. El expreso sesgo por la opción de transformar desde y hacia la libertad y la dignidad que está presente en el recorrido de estas líneas de ningún modo soslaya las responsabilidades que conlleva esa opción: no solo para los jóvenes sino para la sociedad toda, nacional y mundial.

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