Las grietas de la ONU alcanzan al Consejo de Seguridad: soberanía y derechos humanos son utilizados como coartadas para proteger regímenes que torturan, asesinan, eluden responsabilidades y administran impunidades.
Que Venezuela haya logrado forzar una sesión del Consejo de Seguridad de la ONU y alinear a sus aliados no es una proeza diplomática menor. Confirma que el sistema multilateral puede ser utilizado, con eficacia, como mecanismo de defensa de regímenes cuestionados, siempre que se sepa jugar dentro de sus grietas. Lo ocurrido el 24 de diciembre no fue un accidente ni una anomalía: fue una escena perfectamente reconocible del orden internacional contemporáneo.
El foco no debería estar en el resultado aritmético ni en la coreografía del tres a dos entre potencias occidentales y el eje Rusia-China. Lo relevante es otra cosa: el Consejo volvió a funcionar como escenario de una paradoja estructural, donde Estados con historiales sistemáticos de represión interna se permiten dictar lecciones sobre democracia, soberanía y derechos humanos.
No se trata de hipocresía ocasional. Es una estrategia.
Rusia y China –acompañadas por Estados con graves déficits institucionales– han convertido el lenguaje de los derechos humanos en un instrumento defensivo. En sus intervenciones, elevan la soberanía a dogma absoluto: ningún abuso justifica una crítica externa; ninguna violación habilita la intervención; ningún crimen interno amerita escrutinio internacional. La autodeterminación deja de ser un derecho de los pueblos para convertirse en un blindaje del poder estatal.
A esta operación se suma la idea, repetida hasta la saturación, de una “democracia con características propias”. Bajo esa fórmula ambigua se legitiman sistemas donde la estabilidad del régimen, el control centralizado y la disciplina social pesan más que el pluralismo político, la alternancia o la libertad de expresión. No es una discusión cultural. Es una redefinición política deliberada de los estándares que, durante décadas, sostuvieron el andamiaje normativo internacional.
La contradicción no necesita esfuerzo para hacerse visible.
China invoca los derechos humanos mientras mantiene un aparato de represión sistemática en Xinjiang y el Tíbet, y desmantela las libertades en Hong Kong. Rusia habla de soberanía mientras invade Ucrania y convierte la disidencia interna en delito de traición. Corea del Norte participa en debates sobre democracia siendo uno de los regímenes más cerrados y totalitarios del planeta. Pakistán y Somalia apelan a principios que no logran garantizar ni siquiera dentro de sus propias fronteras.
Ese es el coro que se alinea cuando Venezuela llega al Consejo de Seguridad.
El respaldo no es ideológico ni electoral. No es una defensa del modelo venezolano ni una validación de su legitimidad política. Es algo más frío y más funcional: una reacción defensiva frente a las sanciones y la presión occidental, y una advertencia al sistema internacional. El mensaje es claro: si el escrutinio avanza sobre uno, puede avanzar sobre todos.
Durante 2025, esta lógica dejó de ser meramente discursiva. Se tradujo en acciones concretas dentro del sistema de Naciones Unidas: bloqueos presupuestarios, intentos de vaciamiento de mandatos de investigación, presión para desfinanciar mecanismos de derechos humanos y una ofensiva sostenida para subordinar los derechos individuales a conceptos elásticos de “desarrollo” y “estabilidad”. China actúa como obstruccionista silencioso; Rusia, como saboteador explícito. El objetivo es compartido.
El Consejo de Seguridad, concebido como garante último de la paz y la protección de las poblaciones civiles, termina así degradado a coartada institucional. No corrige abusos: los administra. No protege derechos: los relativiza. En este teatro político, palabras como “democracia” y “derechos humanos” no funcionan como principios normativos, sino como armas retóricas para neutralizar la crítica y desplazar responsabilidades.
La paradoja final no es solo incómoda: es corrosiva. Cuando Estados con historiales persistentes de represión se erigen en guardianes del lenguaje democrático, el problema deja de ser una votación o una resolución fallida. El problema es estructural. El Consejo de Seguridad no fracasa por incapacidad, sino porque ha sido capturado como espacio de contención del escrutinio internacional.
En ese marco, los derechos humanos dejan de ser un límite al poder y pasan a ser una variable negociable. La soberanía ya no protege a los pueblos: protege a los regímenes. Y el multilateralismo, lejos de corregir abusos, ofrece cobertura, dilación y tiempo.
No se discute quién viola derechos ni cómo se reparan las víctimas. Se disputa algo más grave: quién controla el significado de democracia, quién decide cuándo un crimen importa y quién tiene la autoridad para nombrarlo. Mientras esa disputa se libra dentro del Consejo de Seguridad, el sistema no está defendiendo la paz. Está administrando la impunidad.



