La OEA convirtió el consenso en coartada: bloques disciplinados, decisiones aplazadas e inacción deliberada erosionan su capacidad real de defensa democrática.
La crisis venezolana expone a la Organización de Estados Americanos como un organismo capturado por bloques, burocracia y miedo político, incapaz de defender los derechos humanos ni de aplicar efectivamente su propia Carta Democrática. Su fracaso, reflejado en la inacción, no obedece a la falta de instrumentos ni a la ausencia de diagnósticos, sino a una decisión más profunda: convertir el consenso en método y la prudencia en coartada.
La OEA atraviesa su momento más débil no por presión externa, sino por una lógica interna que se repite: consensos sin deliberación, bloques disciplinados y decisiones aplazadas que han transformado la defensa democrática en un ejercicio retórico. Durante más de dos décadas, ha administrado las crisis políticas del continente sin resolverlas, normalizando la parálisis como forma de gobernanza y sustituyendo el conflicto político –cuando era indispensable– por consensos vacíos que preservan la institución en contra de su razón de ser.
Los antecedentes históricos, las decisiones políticas y las advertencias ignoradas muestran que la OEA no solo ha sido incapaz de actuar frente al caso venezolano, sino que ha optado, de manera reiterada, por no hacerlo.

Cuando la OEA imponía costos
La OEA fue creada para defender la democracia representativa y los derechos humanos (Art. 2 de la Carta de la OEA). No obstante, críticos y opositores señalan que en el siglo XXI la organización ha fallado en aplicar consecuencias efectivas ante hechos documentados:
- Legitimidad cuestionada: Pese a las protestas iniciadas en enero de 2025 contra la toma de posesión de Maduro y las denuncias de fraude en 2024, la OEA no ha logrado una resolución de condena colectiva por falta de consenso.
- Violaciones de Derechos Humanos: Organismos como la CIDH y la Misión de Determinación de Hechos de la ONU siguen reportando crímenes de lesa humanidad y persecución política en Venezuela durante 2025. La OEA, como foro político, se ha limitado a emitir informes sin activar mecanismos sancionatorios vinculantes.
En 1962, la OEA expulsó al gobierno de Cuba. La decisión respondió a un hecho concreto: La Habana promovía activamente la desestabilización armada en otros países del hemisferio, principalmente Venezuela. Entonces, la organización –marcada por la Guerra Fría– entendía que la neutralidad frente a la ruptura del orden regional equivalía a complicidad.
Décadas después, con las transiciones democráticas en marcha, la OEA se dotó de un nuevo marco jurídico. La Carta Democrática Interamericana, aprobada en 2001, prometía un sistema menos ideológico y más normativo: la democracia representativa como obligación colectiva, no como opción política. El problema no fue la norma, sino su aplicación.
Ramdin ha admitido que su capacidad de acción está limitada por la falta de consenso, impulsada principalmente por el bloque de 14 países del Caribe (CARICOM) que tradicionalmente evita la intervención en asuntos internos y mantiene lazos con Caracas. La política de “no intervención” y “solución pacífica” diluye cualquier intento de la OEA por ejercer presión directa sobre el régimen de Maduro. Un hecho que ilustra la parálisis institucional es que en diciembre de 2025 Ramdin felicitó a María Corina Machado por su Premio Nobel de la Paz a título personal y no en nombre de la OEA, ” se justificó diciendo que no existía acuerdo entre los estados miembros para una postura oficial”.
Ramdin parece haber priorizado la preservación de la unidad burocrática y el consenso regional sobre la aplicación estricta de la Carta Democrática, validando para muchos la tesis de que el organismo actúa hoy más como un foro de protección de la estabilidad de los gobiernos que como un garante de los derechos de los ciudadanos venezolanos.
La efectividad de la OEA para proteger a los ciudadanos frente a la infiltración del narcotráfico en las estructuras estatales es hoy uno de los puntos más críticos y cuestionados de la gestión de Albert Ramdin en 2025. A la luz de los hechos recientes, la protección parece ser insuficiente debido a la brecha entre los mecanismos técnicos y la inacción política.
Analistas internacionales señalan que para finales de 2025, la región ha llegado a un contexto donde las redes criminales no solo operan en los países, sino que se presentan como gobiernos legítimos. Venezuela es un caso crítico como “anatomía de un narcoestado”. Las redes de narcotráfico utilizan el control territorial y del Estado como herramienta de agresión contra otras democracias. A finales de 2025, la mitad de los países de Centroamérica están cada día más cerca de convertirse en narcoestados ante el “silencio e indiferencia” de los organismos multilaterales.
Aunque la OEA posee la CICAD (Comisión Interamericana para el Control del Abuso de Drogas), su impacto es limitado frente a la corrupción de alto nivel:
La CICAD celebró sesiones en diciembre de 2025 para intercambiar mejores prácticas y fortalecer políticas, cooperación técnica, pero no para sancionar a gobiernos capturados por el crimen.
Mientras Ramdin busca “consensos” para no alienar a los países miembros (especialmente al bloque del Caribe), potencias como EE UU han optado por actuar unilateralmente. En 2025, la administración Trump ha intensificado operaciones militares directas contra cárteles en aguas del Caribe y suelo venezolano, argumentando que la OEA no asume un compromiso político real para enfrentar esta amenaza. La OEA ha derivado más hacia la protección de la soberanía de que de los derechos ciudadanos. Un club de presidentes.
El aprendizaje de la retirada: el antecedente Insulza


La secretaría general de José Miguel Insulza marcó un punto de inflexión. Entre 2005 y 2015, mientras Hugo Chávez concentraba poder, neutralizaba contrapesos e intervenía el sistema electoral, la OEA evitó la confrontación directa.
El episodio en el que Chávez insultó públicamente a Insulza –sin que mediara una reacción institucional proporcional– fue revelador. A partir de entonces, la organización interiorizó una lógica que se volvería estructural: confrontar regímenes dispuestos a romper reglas genera costos internos que la burocracia multilateral prefiere evitar.
No fue un error aislado. Fue un aprendizaje.
Retórica sin consecuencias
Con Luis Almagro, la OEA recuperó un tono más duro. Se habló de dictadura, se denunciaron crímenes de lesa humanidad y se expuso el fraude sistemático del régimen venezolano. Sin embargo, la confrontación quedó mayoritariamente en el plano discursivo. Los Estados miembros no la acompañaron con decisiones capaces de alterar el comportamiento del régimen.
El contraste entre palabras y hechos erosionó la autoridad del organismo. La OEA decía lo correcto, pero no podía –o no quería– traducirlo en consecuencias. Esa parálisis no es accidental ni resultado de incompetencia. Responde a una lógica más profunda, repetida en distintos niveles del sistema interamericano: el uso del consenso como sustituto del conflicto.
El consenso como práctica: administrar el desacuerdo
La llegada de Albert Ramdin en 2025 no inauguró la parálisis: la normalizó. Su gestión se apoya en una diplomacia de consensos que evita definiciones capaces de fracturar la organización. Ramdin ha reconocido la crisis de legitimidad del gobierno de Nicolás Maduro y ha calificado de inaceptable la represión –sin condenarla–, pero ha insistido en que no existe consenso para ir más allá.
Ese argumento es el núcleo del problema. El consenso funciona como coartada para la inacción. En la voz de Ramdin, no aparece como resultado de una deliberación real, sino como una técnica preventiva. No se invoca para resolver un conflicto, sino para evitar que aparezca. El lenguaje es neutro, casi administrativo, pero su efecto es político: cerrar la discusión antes de que exista.
Aquí el consenso no es una idea abstracta ni un principio normativo. Es una práctica operativa, observable, que produce consecuencias.
Del discurso individual al bloque disciplinado
El papel de CARICOM resulta determinante. Sus catorce o quince votos operan como un bloque disciplinado que privilegia la no intervención y mantiene relaciones pragmáticas con Caracas: precios preferenciales del petróleo, bonos de ayuda, créditos y programas de cooperación. Ese bloque fue clave en la elección de Ramdin y condiciona su margen de maniobra.
No se trata de una dinámica anecdótica ni personal. Se reproduce de forma sistemática en el comportamiento de CARICOM como bloque. En ese espacio, el consenso deja de ser una fórmula diplomática y se convierte en mecanismo de alineamiento.
No son Estados pequeños construyendo posiciones comunes tras un debate genuino, sino una unidad de voto previsible, impermeable al examen de rupturas democráticas o violaciones institucionales. El consenso funciona como coartada colectiva: nadie asume la decisión en solitario, pero todos la ejecutan. No hay deliberación visible. Hay disciplina.
La consecuencia es una OEA donde la gravedad de las violaciones importa menos que la aritmética interna. El diseño institucional permite que minorías cohesionadas neutralicen cualquier intento de sanción política.
Cuando el consenso se vuelve procedimiento
Ese mismo patrón se normaliza al escalar al plano multilateral. En la ONU –y con especial claridad en la OEA– el consenso deja de ser una posición política y se transforma en procedimiento estándar de legitimación.
La ausencia de ruptura se presenta como avance.
La falta de sanción, como prudencia.
El silencio concertado, como estabilidad.
El consenso ya no encubre una decisión: la reemplaza. Se convierte en el lenguaje que permite declarar neutral lo que en realidad es una omisión política. No protege la democracia; protege a la institución de la obligación de defenderla.
Cómo se bloqueó el caso Venezuela en la OEA
Cada vez que la situación venezolana fue planteada en el Consejo Permanente de la OEA, el desenlace quedó condicionado de antemano por la aritmética interna del organismo. Antes de cualquier deliberación, la propuesta partía en desventaja: los hasta quince votos del CARICOM actuaban como bloque disciplinado, a los que se sumaban de forma recurrente Brasil, Nicaragua, Bolivia, el Ecuador de Rafael Correa y México.
Ese alineamiento impedía alcanzar el umbral de 18 votos necesarios para activar mecanismos políticos efectivos. El patrón se repitió sesión tras sesión con una regularidad casi mecánica: 17 votos a favor, 0 en contra, 11 abstenciones y 5 ausencias.
Los países que sostuvieron la posición democrática —Argentina, Canadá, Chile, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Estados Unidos, Guatemala, Guyana, Haití, Jamaica, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, Surinam y Uruguay— no lograron imponerse. No por falta de consenso político ni por debilidad argumental, sino porque la decisión quedaba neutralizada por una mayoría construida sobre Estados que representan una fracción mínima de la población y del producto regional.
En términos demográficos, los países que bloquearon las resoluciones representaban menos del 10 % de la población del hemisferio, frente a una minoría de votos que concentraba más del 80 % de los habitantes de las Américas. En términos económicos, la asimetría era aún mayor: los Estados que impulsaban la activación de la Carta Democrática reunían más del 85 % del PIB regional, mientras que el bloque de veto apenas alcanzaba una proporción marginal de la producción continental.
La decisión no se perdió en el debate ni en la legitimidad política. Se bloqueó en el conteo: un diseño institucional donde el principio de un Estado, un voto terminó permitiendo que Estados con peso demográfico y económico residual neutralizaran decisiones que afectaban al conjunto del sistema interamericano.
Un detalle revela mejor que ningún discurso cómo operó el consenso dentro de la OEA: quienes se oponían a activar mecanismos frente a Venezuela rara vez votaban en contra. La negativa explícita era excepcional. La regla fue otra: abstenerse o no estar presentes. Esa conducta no fue neutral ni accidental. Permitió bloquear decisiones sin asumir el costo político de un voto negativo, preservando la apariencia de acuerdo mientras se impedía cualquier acción efectiva. El consenso, así entendido, no se expresaba en el respaldo a una posición, sino en la administración del vacío: no confrontar, no decidir, no quedar expuesto. El consenso operó como una forma de bloqueo sin firma.
De la OEA a la ONU: burocracias que se autoprotegen
Como ocurre en el sistema de Naciones Unidas, la OEA ha evolucionado hacia un espacio donde la preservación de la burocracia pesa más que el cumplimiento del mandato. Los funcionarios sobreviven; los principios se administran.
La democracia y los derechos humanos se defienden en informes, resoluciones no vinculantes y declaraciones cuidadosamente equilibradas. En los hechos, quedan desprotegidos.
El consenso como hegemonía
Aquí Gramsci deja de ser una referencia cultural y se vuelve una clave de lectura. El consenso no opera como acuerdo racional entre iguales, sino como hegemonía: una forma de dirección política que prescinde de la coerción abierta porque logra que el marco de lo discutible sea aceptado de antemano. No se trata de imponer una línea, sino de convertir la parálisis en consenso.
La hegemonía se expresa en el lenguaje tecnocrático, en la neutralidad burocrática y en la equivalencia moral entre víctima y victimario. La OEA administra el conflicto en lugar de enfrentarlo, presenta la inacción como sentido común.
No se impone una posición. Se naturaliza un límite.
El consenso no expresa voluntad común: expresa orden. Un orden que se presenta como técnico, pero que cumple una función política precisa: hacer gobernable la inacción.
Lo que comienza como una fórmula diplomática termina como una arquitectura de neutralización del conflicto: el consenso no fracasa, funciona exactamente como fue diseñado.

Dato clave
CARICOM, con menos de 20 millones de habitantes –menos población que el área metropolitana de Ciudad de México–, opera en la OEA como un bloque de hasta 15 votos, muchos de ellos decisivos.
Hechos que no activan mecanismos
Desde al menos 2014 –y con mayor crudeza tras las elecciones de 2024– Venezuela acumula asesinatos extrajudiciales, desapariciones forzadas, presos políticos, menores encarcelados, penas desproporcionadas y muertes bajo custodia por falta de atención médica. El propio secretario general de la OEA ha reconocido la falta de legitimidad del gobierno venezolano, casi dieciocho meses después de que se proclamara vencedor sin exhibir las actas electorales.
Nada de eso ha activado mecanismos políticos efectivos dentro de la organización.
Washington rompe el silencio
La frustración no ha sido exclusiva de la oposición venezolana. En 2025, el representante de Estados Unidos ante la OEA advirtió públicamente que la organización corría el riesgo de volverse irrelevante si no era capaz de responder con hechos ante fraudes electorales y violaciones masivas de derechos humanos. “Una organización que solo observa y redacta comunicados pierde su razón de ser”, afirmó durante una sesión extraordinaria del Consejo Permanente.
En paralelo, el presidente Donald Trump fue aún más explícito. Desde Washington, cuestionó que Estados Unidos –principal contribuyente del organismo– continuara financiando una institución que, en sus palabras, “se ha vuelto experta en informes y totalmente ineficaz para detener dictaduras”. Sus declaraciones no fueron un exabrupto aislado, sino parte de una presión sostenida para forzar cambios o reducir el respaldo financiero.
Estas advertencias expresan una fractura creciente entre la lógica burocrática multilateral y las expectativas políticas de los Estados que sostienen financieramente al sistema.
Un organismo frente a su propio límite
La OEA no está en crisis por Venezuela. Venezuela expone algo más profundo: un sistema diseñado para dialogar entre gobiernos que ya no sirve para enfrentar regímenes autoritarios ni Estados capturados por redes criminales.
Mientras el consenso siga funcionando como veto y la burocracia como refugio, la organización continuará produciendo diagnósticos sin consecuencias. No por falta de información, sino por decisión política.
La pregunta final ya no es si la democracia venezolana fue destruida. Eso ocurrió ante la mirada de todos. Habría que preguntar si el sistema interamericano –capturado por el consenso, disciplinado por bloques y protegido por su burocracia– existe aún para defender la democracia o para certificar su demolición.
La grieta que permite usar la democracia contra sí misma
La OEA no fue capturada a pesar de sus reglas democráticas. Fue capturada a través de ellas. El principio de un Estado, un voto, concebido como garantía de igualdad soberana, se transformó con el tiempo en una herramienta de asimetría política. No porque los Estados pequeños carezcan de derecho a voz, sino porque la institución nunca corrigió la brecha entre representación formal y legitimidad material.
El resultado es verificable: Estados que representan menos del 2% de la población regional condicionan decisiones que afectan a más del 90%. No es un efecto colateral. Es una falla de diseño.
La CARICOM, con menos de 20 millones de habitantes –menos población que una gran área metropolitana latinoamericana–, opera en la OEA como un bloque disciplinado de hasta quince votos. Su peso político no proviene de su representatividad demográfica, sino de la aritmética institucional.
La OEA nunca desarrolló mecanismos para equilibrar esta desproporción. El voto vale lo mismo, pero las consecuencias no. Esa grieta permitió que intereses externos y regímenes autoritarios encontraran un terreno fértil para bloquear consensos, neutralizar condenas y erosionar el sistema desde dentro.
En el siglo XXI, la captura institucional ya no requiere golpes de Estado ni rupturas explícitas del orden constitucional. Se ejecuta mediante procedimientos, quórums, mayorías reglamentarias y silencios administrados.
La OEA reproduce así una patología contemporánea: la democracia procedimental convertida en cobertura de regímenes no democráticos. Las resoluciones se vacían, las advertencias se diluyen y las violaciones sistemáticas se archivan bajo fórmulas neutras: “seguimiento”, “acompañamiento”, “llamados al diálogo”.
Nada de esto rompe las reglas y, precisamente por eso, funciona.
Estados Unidos y la advertencia ignorada
Durante la administración Trump, el representante de Estados Unidos advirtió explícitamente que la OEA corría el riesgo de convertirse en una réplica de la ONU: un foro de burócratas más preocupados por preservar cargos que por defender principios. La advertencia fue desestimada como retórica política. El tiempo la convirtió en diagnóstico.
La OEA no colapsó. Funciona, pero con la intención de preservarse, no para defender la democracia que invoca. Es la enseñanza incómoda del siglo XXI: sin contrapesos políticos reales, las herramientas democráticas pueden ser utilizadas para vaciar la democracia desde dentro, con actas, votaciones y comunicados.
Cuando eso ocurre, el problema deja de ser un régimen autoritario aislado. Se convierte en un sistema que convive con él sin ruborizarse.



