Nahuel Gallo, el gendarme argentino, lleva un año como rehén del régimen de Maduro

Nahuel Gallo, el gendarme argentino, lleva un año como rehén del régimen de Maduro

Durante 413 días el régimen de Maduro mantuvo bajo asedio la Embajada de Argentina en Caracas, violó la Convención de Viena y terminó deteniendo al gendarme que la custodiaba.

La detención de Nahuel Agustín Gallo es la consecuencia directa de una decisión política: convertir a un agente extranjero en rehén después de haber violado, sin disimulo, una sede diplomática.

No es un episodio confuso ni un daño colateral de la crisis venezolana. El gendarme argentino Nahuel Gallo cumplía funciones de custodia en la Embajada de Argentina en Caracas. Cuando los opositores venezolanos Pedro Urruchurtu, Humberto Villalobos, Claudia Macero, Omar González, Fernando Martínez Mottola y Magalli Meda se refugiaron en la sede diplomática, el régimen de Nicolás Maduro respondió no con diplomacia, sino con cerco.

El asedio se extendió durante 413 días, desde el 20 de marzo de 2024 hasta el 6 de mayo de 2025, cuando cinco de ellos lograron escapar. Durante todo ese período, la embajada fue sometida a un cerco deliberado que incluyó cortes de agua, electricidad y el bloqueo del ingreso regular de alimentos. No se trató de un exceso administrativo ni de una falla logística: fue una violación sostenida de la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas que coloca al Estado venezolano fuera de las reglas mínimas de convivencia internacional.

En diciembre de 2024, Fernando Martínez Mottola, exministro del gobierno de Carlos Andrés Pérez, se entregó a las autoridades venezolanas. Estaba gravemente enfermo y buscó morir junto a su familia. No se trató de una rendición política, pero el gobierno presentó su entrega como un quiebre del asedio.

En mayo de 2025 los cuatro asilados restantes lograron escapar, pero el régimen no rectificó ni ofreció explicaciones. Eligió castigar de la forma más primitiva del poder arbitrario: detener al funcionario que había quedado expuesto.

Nahuel Gallo fue arrestado el 8 de diciembre de 2024. Desde entonces permanece recluido en el penal Rodeo I, uno de los centros de detención más denunciados de Venezuela. No hubo orden judicial conocida, ni audiencia, ni acusación formal sustentada en pruebas. No hubo tampoco notificación consular regular. Ni representantes diplomáticos ni su familia han podido hablar con él. No ha recibido llamadas, visitas ni información oficial verificable sobre su estado de salud o su situación procesal. En términos jurídicos precisos, su caso encuadra en la figura de desaparición forzada.

El régimen ha intentado justificar la detención con acusaciones genéricas —terrorismo, espionaje, instigación al odio— que no se traducen en expediente alguno. No hay evidencias, tampoco defensa efectiva ni tribunal competente. No hay proceso judicial. La privación de libertad funciona como mensaje, no como medida judicial.

La dimensión humana del caso quedó expuesta por su esposa, María Alexandra Gómez. Sus palabras no describen una incomodidad carcelaria, sino un método. Los detenidos extranjeros en Rodeo I son sometidos a amenazas sistemáticas de muerte, aislamiento prolongado y presiones psicológicas destinadas a quebrarlos. Las advertencias son explícitas: si Estados Unidos o algún actor internacional interviene contra el régimen, los primeros en pagar serán los extranjeros detenidos.

No se trata de rumores. La información llega a las familias por vías informales, a través de otros visitantes del penal, porque el Estado venezolano mantiene a Gallo incomunicado, una herramienta de tortura que aplica sin pudor.

El caso de Nahuel Gallo tampoco es único. Los centros de detención son distintos entre sí, pero en todos se aplica un mismo patrón: ciudadanos de distintas nacionalidades –colombianos, peruanos, uruguayos, israelíes, bolivianos– son retenidos bajo un régimen sistemático de incomunicación. El patrón es reconocible: detenciones sin debido proceso, incomunicación, amenazas, uso político del encierro.

Venezuela ha incorporado a su repertorio represivo una práctica conocida en regímenes cerrados: utilizar presos extranjeros como fichas de negociación.

  • Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas (1961). La inviolabilidad de las misiones diplomáticas es absoluta. El Estado receptor tiene la obligación positiva de proteger la sede, garantizar servicios básicos y permitir el funcionamiento normal de la misión. El asedio prolongado, los cortes de agua y electricidad y el bloqueo de suministros constituyen una violación grave y continuada.
  • Detención arbitraria y desaparición forzada. La privación de libertad sin orden judicial, sin cargos formales, sin acceso a defensa ni contacto familiar encuadra en los estándares internacionales de detención arbitraria. La incomunicación prolongada configura desaparición forzada según la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas.
  • Tortura psicológica. Las amenazas de muerte, el aislamiento y la presión sistemática sobre detenidos y familiares constituyen tortura psicológica, prohibida de forma absoluta por el derecho internacional, sin excepción por razones de seguridad o emergencia.
  • Crímenes de lesa humanidad. Cuando estas prácticas son parte de una política de Estado, sistemática y dirigida contra civiles o extranjeros, pueden encuadrar como crímenes de lesa humanidad bajo el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, que mantiene abierta una investigación sobre Venezuela.
  • Responsabilidad individual en la cadena de mando. El derecho penal internacional no se limita al Estado como abstracción: alcanza a quienes ordenan, ejecutan o permiten estas conductas. Autoridades políticas, mandos de seguridad, responsables penitenciarios y funcionarios que facilitan la incomunicación o el asedio pueden incurrir en responsabilidad penal individual, sin amparo en la obediencia debida.

Desde el punto de vista del derecho internacional, las violaciones son múltiples y concurrentes. Desde el punto de vista del derecho internacional, las violaciones son múltiples y concurrentes. La inviolabilidad de la sede diplomática fue violada. El derecho a la defensa y al debido proceso fue anulado. La prohibición absoluta de la tortura, incluida la tortura psicológica, fue vulnerada. Y la desaparición forzada, tipificada como crimen de lesa humanidad cuando es sistemática, vuelve a aparecer como mecanismo de control.

La reacción de los organismos internacionales ha sido, hasta ahora, insuficiente. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos otorgó medidas cautelares, pero no ha logrado acceder a los centros de detención. Naciones Unidas acumula denuncias y promete comunicados futuros. La Corte Penal Internacional mantiene abierta desde hace años una investigación sobre Venezuela, sin que esa investigación se traduzca en protección efectiva para quienes hoy están presos.

Gallo

Esa inercia tiene consecuencias concretas. Para la familia de Gallo, significa más de un año sin contacto, sin información y sin garantías. Para el sistema internacional, implica normalizar que un Estado pueda violar una embajada, detener a un custodio extranjero y sostener su encierro sin costo inmediato.

El caso expone una verdad incómoda: la diplomacia tradicional fracasa cuando se enfrenta a regímenes que no reconocen límites jurídicos ni políticos. En ese escenario, cada rehén se convierte en una prueba de hasta dónde llega la tolerancia internacional.

Nahuel Gallo sigue detenido no porque exista un expediente sólido en su contra, sino porque su libertad dejó de ser una cuestión legal y pasó a ser una variable de presión. Mientras eso no se nombre con claridad, mientras se lo trate como un incidente aislado o una anomalía, el mensaje para otros Estados será inequívoco: el secuestro puede salir gratis.

Este no es solo el caso de un gendarme argentino. Es una advertencia sobre el punto exacto en el que un Estado decide cruzar la frontera entre la represión interna y el desafío abierto al orden internacional.

Mientras Nahuel Gallo siga incomunicado en una cárcel venezolana, no solo estará en cuestión su libertad sino también algo más incómodo: la disposición real de la comunidad internacional a aceptar que un Estado use embajadas violadas y funcionarios extranjeros como rehenes sin pagar un precio.

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