La Conferencia Episcopal Venezolana habló. Y cuando la Iglesia habla en un país devastado, no basta con leer lo que dice. Es indispensable examinar lo que omite, lo que diluye y lo que desplaza.
El mensaje navideño de 2025, presentado como una exhortación a la paz y a la dignidad humana, marca un punto de inflexión inquietante: no por lo que denuncia, sino por la renuncia explícita a nombrar al poder que produce la violencia estructural que dice lamentar. Ese silencio no es accidental ni neutro: expresa una toma de posición. En un país con presos políticos, persecución sistemática, exilio forzado, hambre inducida y destrucción institucional, la neutralidad no es prudencia pastoral. Es una posición política.
El texto episcopal habla de “angustia”, de “privación de libertad”, de “empobrecimiento generalizado”, de “confiscaciones” y de “sanciones”. Pero evita sistemáticamente identificar responsables. No nombra al régimen que gobierna Venezuela desde hace más de un cuarto de siglo. No menciona a Nicolás Maduro. No reconoce que las sanciones internacionales son consecuencia —no causa— de un saqueo previo y documentado. No distingue entre víctima y victimario.
En su lugar, introduce un lenguaje abstracto —“narrativas especulativas”, “amenazas externas”, “clima de tensiones”— que desplaza el centro del sufrimiento desde el ejercicio del poder interno hacia factores difusos o externos. El resultado es un mensaje que describe un país irreconocible para quienes viven bajo represión cotidiana.
De la denuncia al repliegue
1999–2002 | Advertencia y confrontación moral
En los primeros años del chavismo, la Conferencia Episcopal Venezolana mantuvo una postura inequívoca frente al uso del poder político. Documentos pastorales y pronunciamientos públicos advirtieron sobre el riesgo de autoritarismo, la manipulación ideológica de los pobres y la erosión del Estado de derecho. La Iglesia incomodaba al poder y asumía el costo.
2014–2017 | Denuncia del abuso y defensa de las víctimas
Durante el ciclo de protestas y represión masiva, varios obispos denunciaron con claridad la violencia estatal, las detenciones arbitrarias y el uso del sistema judicial como instrumento de castigo. La noción de “paz” estuvo asociada explícitamente a justicia, derechos humanos y responsabilidades concretas.
2018–2025 | Ambigüedad, diálogo abstracto y desplazamiento del conflicto
Con la consolidación del régimen de Maduro, el lenguaje episcopal mutó. La denuncia directa fue sustituida por exhortaciones genéricas al diálogo, llamados a la reconciliación sin condiciones y referencias abstractas al sufrimiento social. El mensaje navideño de 2025 cristaliza esta deriva: describe el daño sin nombrar al causante.
De la denuncia profética a la diplomacia eclesial
Esta postura no siempre fue así. Durante los primeros años del chavismo, la jerarquía católica venezolana mantuvo una posición clara frente a la deriva autoritaria. Documentos pastorales de finales de los años noventa y comienzos de los 2000 advertían sobre el uso del poder para dividir, empobrecer y subordinar las instituciones. Obispos y arzobispos denunciaron abiertamente el abuso del poder político, la erosión del Estado de derecho y la instrumentalización ideológica de los pobres.
Con el paso del tiempo —y especialmente tras la consolidación del régimen de Maduro— esa claridad se fue erosionando. La denuncia directa fue sustituida por llamados genéricos al diálogo; la condena moral, por exhortaciones a la reconciliación; la defensa de las víctimas, por equilibrios discursivos que colocan en el mismo plano a quien reprime y a quien sufre.
El mensaje navideño de 2025 no es un accidente. Es la culminación de una involución discursiva: de la voz profética que incomodaba al poder, a una diplomacia eclesial que termina incomodando solo al pueblo.


Paz sin verdad no es paz
La CEV afirma que “somos gente de paz”. Pero en Venezuela la paz no es un sentimiento ni una consigna. La paz es poder vivir sin miedo. Y hoy el venezolano vive con miedo: a hablar, a protestar, a opinar, a ser señalado, a ser detenido arbitrariamente, a desaparecer en el sistema penal.
Decir “paz” sin explicar qué la destruye y quién la destruye no es consuelo: es confusión. Pedir calma al pueblo sin exigir límites al abuso no es Evangelio: es administración del silencio. Cuando se habla de dignidad humana sin señalar al responsable de su violación sistemática, se protege al agresor, no a la víctima.
El cristianismo no es neutral frente a la injusticia. Un profeta no habla en círculos. Un pastor no puede pedirle a la oveja que dialogue con el lobo.
El costo moral del silencio
El mayor problema de este comunicado no es teológico, sino ético. En un país donde la privación de libertad por razones políticas es una política de Estado, no decir quién encarcela convierte el crimen en niebla. Cuando la Iglesia evita nombrar, el poder respira. Cuando no señala, la víctima queda sola.
El mensaje de la CEV termina siendo funcional al régimen no por adhesión, sino por omisión. Le permite al poder presentarse ante la comunidad internacional como parte de un “conflicto complejo”, cuando en realidad se trata de un secuestro institucional.
Una Iglesia ante su hora más difícil
Venezuela no necesita comunicados que suenen bien ni equilibrios retóricos que tranquilicen conciencias institucionales. Necesita voces que digan la verdad. Porque sin verdad no hay justicia. Y sin justicia, no hay paz.
La historia —no los comunicados— es la que termina juzgando. Y en ese juicio, el silencio de la Iglesia no pesa sobre el poder que oprime, sino sobre las víctimas que esperaban una palabra que no llegó.
“Paz” y episcopados bajo regímenes autoritarios: un contraste necesario
La historia reciente de América Latina muestra que el lenguaje de la paz adoptado por las jerarquías eclesiásticas no es neutro.
- Chile (1973–1988): el episcopado, con matices internos, vinculó explícitamente la paz a la verdad sobre los desaparecidos y a la denuncia de la represión. La Vicaría de la Solidaridad asumió un rol activo en defensa de las víctimas.
- Argentina (1976–1983): el énfasis abstracto en la “reconciliación” y el silencio frente a los crímenes de la dictadura derivaron en una responsabilidad histórica que la propia Iglesia reconoció tardíamente.
- Brasil (1964–1985): sectores significativos del episcopado asociaron la paz con justicia social y derechos humanos, confrontando al régimen militar desde la doctrina social de la Iglesia.
- Venezuela (2018–2025): el discurso episcopal ha tendido a disociar la paz de la identificación del agresor, privilegiando llamados genéricos al diálogo en un contexto de represión sistemática.
En contextos autoritarios, la experiencia comparada muestra una constante: cuando la paz se desvincula de la verdad y de la responsabilidad, deja de proteger a las víctimas y pasa a estabilizar al poder.
Cuando la Iglesia fue una voz que incomodó al poder
Esta no es una pieza de nostalgia. Es un ejercicio de memoria política y moral. Antes de que el silencio se volviera lenguaje, la Iglesia venezolana supo hablar con claridad. Y cuando lo hizo, incomodó al poder, no al pueblo.
Durante los primeros años del proyecto chavista, la Conferencia Episcopal Venezolana asumió un rol que hoy parece distante: el de conciencia pública frente al abuso del poder. Sus documentos pastorales no se refugiaban en abstracciones ni equilibraban responsabilidades. Nombraban riesgos, advertían derivas y señalaban consecuencias.

En 1999 y 2000, mientras se consolidaba el nuevo orden político, los obispos alertaron sobre la tentación autoritaria, el uso plebiscitario del poder y la erosión de las instituciones republicanas. No hablaban de “narrativas”. Hablaban de hechos. No pedían calma a los ciudadanos: exigían límites al poder.
Esa voz se mantuvo, con tensiones internas, durante los años siguientes. Frente a la concentración de poder, la Iglesia insistió en la centralidad de la dignidad humana, la autonomía de las instituciones y el derecho a la disidencia. La paz, entonces, no era presentada como ausencia de conflicto, sino como resultado de la justicia.
El punto de inflexión llegó cuando el costo de hablar se volvió más alto que el costo de callar.
A partir de la represión abierta, la criminalización de la protesta y el colapso económico, el lenguaje episcopal comenzó a mutar. La denuncia concreta fue reemplazada por llamados al diálogo. La defensa explícita de las víctimas dio paso a fórmulas que evitaban nombrar responsables. El conflicto dejó de tener rostro.

Este desplazamiento no ocurrió en el vacío. En otros países de la región, procesos similares dejaron huellas profundas. La experiencia argentina durante la dictadura militar mostró cómo el énfasis en la reconciliación sin verdad terminó convirtiéndose en una carga histórica para la propia Iglesia.
En contraste, Chile y Brasil demostraron que una Iglesia que asume el costo de hablar puede convertirse en resguardo para las víctimas.
La pieza espejo no busca idealizar el pasado ni negar las complejidades del presente. Busca algo más elemental: recordar que hubo un tiempo en que la Iglesia venezolana entendió que su autoridad moral no provenía de la prudencia diplomática, sino de su disposición a incomodar al poder cuando el poder dañaba.
Hoy, cuando los comunicados apelan a la paz sin explicar qué la destruye, esa memoria resulta incómoda. Pero es una incomodidad necesaria.
Porque la pregunta ya no es si la Iglesia puede hablar. La pregunta es si está dispuesta a asumir, otra vez, el costo de hacerlo. Y la historia —otra vez— no juzgará intenciones, sino palabras dichas… y silencios escogidos.
El caso Baltazar Porras: del cardenal incómodo al mediador bajo presión
Si la Conferencia Episcopal Venezolana expresa hoy una deriva institucional, la trayectoria pública del cardenal Baltazar Porras permite observarla en escala individual.
Durante años, Porras fue identificado como una de las voces más claras de la Iglesia venezolana frente al autoritarismo emergente. Esa incomodidad tuvo costos reales, no solo simbólicos. Como arzobispo de Mérida y luego como administrador apostólico de Caracas, denunció el deterioro democrático, la persecución política y la instrumentalización de la pobreza. Su palabra tenía peso precisamente porque incomodaba.
En ese período, su discurso no evitaba nombres ni responsabilidades. La crisis no era presentada como un fenómeno abstracto ni como una suma de errores colectivos: era consecuencia de decisiones políticas concretas. La Iglesia —decía entonces— no podía ser neutral frente a la injusticia sin traicionar su misión.
Ese perfil comenzó a mutar con el paso del tiempo y, sobre todo, con la consolidación del régimen de Nicolás Maduro. Sin una ruptura explícita, el cardenal fue desplazando el eje de su intervención pública: de la denuncia a la mediación, del señalamiento al acompañamiento, del conflicto a la exhortación.
Convertido en cardenal y figura central del episcopado, Porras pasó a ocupar un rol funcionalmente distinto. Pero esa transición no lo puso a salvo del poder, como demostrarían los hechos posteriores. Su palabra empezó a ser leída —dentro y fuera del país— como la de un interlocutor aceptable para el poder. El lenguaje se volvió más cuidadoso, más institucional, más atento a preservar espacios que a confrontar abusos.
El problema no es la mediación en sí. El problema surge cuando la mediación se ejerce sin condiciones claras, sin exigencia de verdad y sin reconocimiento explícito de las víctimas. En ese punto, el mediador corre el riesgo de convertirse en amortiguador del conflicto, no en defensor del agraviado.
El caso Porras ilustra una tensión clásica en la historia de la Iglesia bajo regímenes autoritarios: cuando una voz gana acceso al poder, pierde capacidad de interpelarlo. La cercanía, presentada como oportunidad pastoral, puede transformarse en límite moral.
Hoy, para muchos venezolanos, la figura de Baltazar Porras simboliza un tránsito incómodo y contradictorio: de referente crítico a mediador limitado, expuesto a represalias directas del régimen cuando su presencia resulta inconveniente. No por adhesión ideológica al régimen, sino por una moderación que termina desbalanceando la balanza moral.
Este contraste no pretende juzgar intenciones personales. Las intenciones no absuelven efectos. En contextos de represión sistemática, lo que cuenta no es la buena fe, sino el lugar objetivo que ocupa cada palabra.
Ese itinerario quedó brutalmente expuesto en diciembre de 2025. Las autoridades venezolanas retiraron al cardenal Porras su pasaporte diplomático emitido por la Santa Sede y le impidieron abandonar el país cuando se disponía a viajar a España. El purpurado fue retenido en el aeropuerto de Caracas, amenazado con detención si insistía y obligado a regresar a su casa. El hecho fue condenado por la Conferencia Episcopal Venezolana y por organizaciones de derechos humanos, mientras el Vaticano optó por el silencio prudente.
El episodio —ocurrido el mismo día en que María Corina Machado recibía el Premio Nobel de la Paz— no fue un error administrativo. Constituyó un gesto político deliberado y un conflicto diplomático abierto con la Santa Sede, el primero que enfrenta el pontificado de León XIV. También confirmó que, incluso cuando la Iglesia modera su lenguaje, el poder no duda en humillar a sus jerarcas cuando lo considera necesario.
Así, el caso Porras dialoga con el silencio actual de la Conferencia Episcopal: ambos revelan cómo la prudencia pastoral, cuando se prolonga y se acumula, no garantiza protección, pero sí debilita la capacidad de interpelación moral.
Y también aquí la historia hará su trabajo. No preguntará qué se quiso hacer, sino qué se hizo —y qué no— cuando hablar todavía era posible.



