Robert Carmona-Borjas, presidente y CEO de la Fundación Arcadia, hace un análisis desde Washington del proceso electoral hondureño. “Los pueblos pueden confundirse y dejarse seducir un tiempo por la propaganda, pero al final terminan despreciando el engaño”, manifestó.
EL HERALDO -Honduras
El representante de la Fundación Arcadia, Robert Carmona-Borjas, afirma que las elecciones del pasado 30 de noviembre en Honduras han dejado un mensaje político inconfundible: la mayoría del país decidió castigar en las urnas el experimento del socialismo del siglo XXI encabezado por Manuel “Mel” Zelaya y la presidente Xiomara Castro.
EL HERALDO conversó con Carmona-Borjas, jurista, escritor, activista por los derechos humanos y contra la corrupción, y CEO y cofundador de Arcadia Foundation, para analizar el significado en estos resultados y los desafíos que se abren para Honduras.
¿Cómo lee usted, en términos históricos, lo que ocurrió el 30 de noviembre en Honduras?
Lo primero que quiero hacer es felicitar al pueblo hondureño. Más allá de quién termine siendo proclamado presidente, el mensaje de fondo ya está dado: la mayoría de los hondureños le dijo no al proyecto de Mel Zelaya y Xiomara Castro. La plataforma Libre (Partido Libertad y Refundación)ha sido relegada a un tercer lugar claro, y eso, en términos políticos, es una censura popular al experimento del socialismo del siglo XXI en Honduras.
No estamos ante una elección “normal”. Con un conteo detenido en torno al 57 % de las actas y una diferencia de apenas unos cientos de votos entre Asfura y Nasralla, nadie puede hablar seriamente de un mandato contundente para una sola persona o un solo partido.
El verdadero vencedor, en términos democráticos, es el pueblo hondureño, que se negó a ratificar un gobierno marcado por la manipulación institucional, el estado de excepción permanente, la cercanía con dictaduras como la venezolana, la cubana y la nicaragüense, y la sombra del narcotráfico.
El votante hondureño fue mucho más lúcido que muchos analistas. Entendió que la prioridad era cerrar el paso a la consolidación de un régimen cleptocrático y narcoautoritario, y lo hizo usando el único instrumento legítimo que tiene en democracia: la papeleta.
¿Qué mensaje concreto le envían estos resultados al proyecto encabezado por Mel Zelaya y Xiomara Castro?
El mensaje para ellos es devastador: “No les creemos”. El pueblo hondureño ha dejado claro que no compra más el discurso populista según el cual el pardido Partido Libertad y Refundación representa la única alternativa moral frente a los errores del pasado.
Estos resultados les están diciendo, en términos muy simples: ustedes prometieron refundación y nos entregaron más impunidad, más manipulación del lenguaje democrático, más sometimiento a agendas externas y más coqueteo con el crimen organizado.
El socialismo del siglo XXI se ha especializado en una táctica: llega al poder por vía electoral, usa un lenguaje de justicia social y anticorrupción, y una vez dentro comienza a vaciar la democracia desde adentro: captura del Poder Judicial, politización de las fuerzas armadas, hostigamiento a la prensa, uso instrumental de la fiscalía y, en muchos casos, simbiosis con estructuras del narcotráfico. Lo vimos avanzar en Honduras bajo la dupla Mel–Xiomara, y el voto del 30 de noviembre lo frena.
Aquí hay una enseñanza que va más allá de Honduras: los pueblos pueden tardar, pueden confundirse, pueden dejarse seducir un tiempo por la propaganda, pero al final terminan reconociendo el engaño. En Honduras, la máscara de la “refundación” se cayó en apenas un período.
Usted ha sido muy crítico con la actuación del Ministerio Público frente al narcovideo de Carlos Zelaya. ¿Qué representa este caso para la salud de la democracia hondureña?
Es un caso emblemático, casi pedagógico, de cómo funciona un régimen capturado por un clan político. El narcovideo en el que aparece Carlos Zelaya —cuñado de la presidente, exsecretario del Congreso, figura central del entorno de Mel Zelaya— negociando aportes con narcotraficantes para financiar la primera campaña de Xiomara Castro, tiene ya más de un año de haber salido a la luz.
El propio Zelaya ha admitido públicamente haber estado en esa reunión. Y, sin embargo, el fiscal general, Johel Antonio Zelaya Álvarez, no ha iniciado ninguna acción penal efectiva. Eso es verdaderamente patético e inaceptable.
Desde el punto de vista del derecho penal y de los compromisos internacionales de Honduras en la lucha contra el crimen organizado, una admisión pública de participación en una reunión de financiamiento con capos del narcotráfico es un indicio gravísimo que obliga a abrir de inmediato una investigación seria, con todas las garantías, pero también con toda la energía.
Lo que ha ocurrido es exactamente lo contrario: silencio, parálisis, evasivas. No hay requerimiento fiscal, no hay medidas cautelares, no hay imputaciones. Ni siquiera se simula una pesquisa rigurosa.
Y, mientras tanto, la misma Fiscalía se ha mostrado muy activa cuando se trata de hostigar o intimidar a consejeros y funcionarios del Consejo Nacional Electoral que resultan incómodos para el proyecto de los Zelaya. Eso no es justicia; eso es instrumentalización del Ministerio Público. Cuando el aparato penal se usa para intimidar árbitros y opositores, pero se paraliza ante evidencias que tocan al entorno presidencial, lo que tenemos no es Estado de Derecho, sino una justicia selectiva al servicio de un clan.
En ese contexto, ¿Cómo interpreta usted el resultado tan estrecho de Nasry Asfura? ¿Es un triunfo, una advertencia, o ambas cosas a la vez?
Es, sobre todo, una advertencia. Que nadie se engañe: una ventaja de alrededor de 500 votos en un país de más de seis millones de electores, con más del 40% de las actas aún por escrutar, no es una victoria cómoda ni un cheque en blanco para el Partido Nacional. Es una señal de que el pueblo quiso sacar a Libre del centro del poder, pero no está enamorado de ninguna alternativa en particular.
Hay un dato que no se puede ignorar: Nasry Asfura contó con el respaldo explícito del presidente Donald J. Trump, algo inédito en la historia electoral hondureña. Ese apoyo generó entusiasmo en sectores importantes, especialmente dentro de la diáspora y de votantes conservadores que ven en Trump un referente. Y, aun así, con todo ese impulso internacional, el resultado es un virtual empate con Salvador Nasralla.
Eso nos dice dos cosas. Primero, que el desgaste del Partido Nacional es real: la sombra del pasado, de la corrupción, del narco y de los errores de gobiernos anteriores sigue pesando. Segundo, que la campaña de Asfura estuvo, en su gran mayoría, desconectada de la realidad cotidiana de la gente. Hubo demasiada confianza en el aparato, demasiada fe en la maquinaria, demasiado encierro en un círculo de asesores que actúa como burbuja.
Si el conteo final confirma a Asfura como presidente, su primer deber no es celebrar una “gran victoria”, sino leer ese margen estrechísimo como lo que es: una llamada de atención del pueblo hondureño. No le han dado un trono; le han dado una última oportunidad condicionada.
¿Qué responsabilidad específica ve usted en el entorno inmediato de Asfura?
Muy clara: lo han secuestrado políticamente, y él se ha dejado secuestrar. Hay una forma de autosecuestro cuando un candidato se encierra en un círculo de pseudoasesores que se creen infalibles, que no escuchan a nadie, que desprecian el consejo técnico y que trivializan la importancia de hablar con el país real.
En el caso de Asfura, ese aislamiento se ha visto en dos planos. Uno, en la falta de contacto directo y sostenido con la ciudadanía más golpeada por la pobreza, la extorsión y la migración. Dos, en la absoluta negligencia estratégica con la diáspora hondureña en Estados Unidos. En lugar de construir un puente permanente con quienes sostienen más de una cuarta parte del PIB hondureño a través de sus remesas, ese entorno ha preferido una política de silencio, de autosuficiencia y, en algunos casos, de menosprecio.
Si quiere gobernar con alguna legitimidad, lo primero que debe hacer es romper ese cerco. Abrirse a asesores que conozcan el terreno, escuchar a la diáspora, sentarse con quienes le dicen verdades incómodas. De lo contrario, corre el riesgo de repetir, con otro color, el mismo divorcio entre élites y pueblo que ha destruido la confianza en la democracia hondureña.
¿Y cómo evalúa el papel de Salvador Nasralla en esta elección?
Hay que reconocerle algo: Salvador Nasralla ha demostrado una capacidad de conexión con la gente que muchos subestiman. A pesar de sus ambigüedades, de sus cambios de posición respecto a figuras como Maduro o Zelaya, y de errores evidentes, ha logrado convertirse en un referente para un amplio sector del país, especialmente entre jóvenes urbanos, sectores independientes y parte de la diáspora.
A Nasralla se le puede y se le debe criticar la falta de consistencia ideológica en ciertos momentos. Pero también hay que admitir que ha sido constante en algo que otros han ignorado: tender puentes con la diáspora hondureña en Estados Unidos, escucharla, reconocer su peso económico y político.
En un país donde las remesas representan más de una cuarta parte del PIB, eso no es un gesto simbólico; es reconocer una realidad estructural.
Si el resultado final lo deja fuera de la presidencia por un margen tan exiguo, su responsabilidad histórica no es incendiar el país ni alimentar teorías de conspiración sin pruebas, sino asumir un rol de contrapeso firme, de aliado crítico para reformas profundas, de articulador de una tercera vía que no sea ni el narco-populismo de Libre ni la repetición de viejas prácticas dentro del Partido Nacional.
Usted insiste en que el verdadero vencedor es el pueblo, no los partidos. ¿Qué implica eso para el Partido Nacional y el Partido Liberal?
Implica algo muy incómodo para ambos: esta no es una victoria partidista, es una amonestación compartida. El pueblo hondureño ha utilizado a los dos grandes partidos tradicionales —Nacional y Liberal— como instrumentos para sacar a los Zelaya del eje central del poder, pero no ha extendido un certificado de inocencia a ninguno de los dos.
Si el Partido Nacional y el Partido Liberal entienden el mensaje, deberían asumir esta elección como una última oportunidad de regeneración. Eso exige depuración interna, ruptura con la cultura de la impunidad, distanciamiento real de cualquier vínculo con el narcotráfico y la corrupción, y una agenda reformista seria, no cosmética.
Honduras no necesita un “narcoestado de derecha” que reemplace a un “narcoestado de izquierda”. Necesita un Estado sometido al derecho, instituciones que respondan a la ley y no a clanes familiares, y una clase política que entienda que el país no soporta otra década de simulación.
Usted ha hablado de la necesidad de reformas estructurales profundas. ¿Qué debería ocurrir en los primeros meses del próximo gobierno?
Si Honduras quiere aprovechar esta coyuntura histórica, el próximo gobierno —sea quien sea el presidente proclamado— debe asumir que la tarea no es administrar, sino refundar institucionalmente el Estado, pero en sentido democrático, no en el sentido manipulado que usó Libre.
- Una opción legítima, si se hace con claridad y límites precisos, es convocar a un proceso constituyente orientado exclusivamente a objetivos concretos y verificables:
- Reafirmar y blindar constitucionalmente la no reelección presidencial, pero ajustando la duración del mandato —por ejemplo, a cinco o máximo 6 años sin reelección inmediata— para que un gobierno serio pueda mostrar resultados sin tentación continuista;
- desmontar el andamiaje de impunidad que hoy protege a políticos, narcos y sus socios;
- armonizar la mayoría de edad y los derechos civiles para que, a partir de los 18 años, todo hondureño pueda ejercer plenamente actos tan elementales como obtener un pasaporte sin quedar rehén de la dispersión o ausencia de sus padres;
- blindar el Tratado de Extradición con Estados Unidos de modo que ningún presidente, como intentó hacerlo la presidente Xiomara Castro para proteger su entorno familiar, pueda denunciarlo por simple decreto, exigiendo para cualquier modificación una mayoría calificada del Congreso y, en su caso, la ratificación mediante referéndum; y
- rediseñar en profundidad el Poder Judicial, el Ministerio Público y los órganos electorales para garantizar su independencia real frente a cualquier clan político o presión criminal.
Tambien hay que revisar casos emblemáticos de impunidad, como la restitución de bienes a figuras cuestionadas por corrupción y narcotráfico, o la impunidad frente a asesinatos que estremecieron al país y que siguen sin respuesta como es el caso del vil asesinato del ingeniero Alejandro Valentín Ricardo Laprade Rodríguez.
Asimismo hay que construir un sistema de justicia que no obligue a los hondureños a esperar que los Estados Unidos hagan el trabajo que sus propias instituciones se niegan a hacer.
No se trata de copiar mecánicamente el modelo de nadie, pero sí de entender que, si Honduras no enfrenta de manera frontal al crimen organizado, a las bandas, a la extorsión y al narco, no habrá democracia que sobreviva.
En ese sentido, hay lecciones que se pueden extraer de la experiencia de El Salvador bajo Nayib Bukele: cómo recuperar territorios capturados por las maras, cómo devolverle al ciudadano la sensación básica de seguridad.
¿Qué papel deben jugar la comunidad internacional y, sobre todo, la diáspora hondureña en Estados Unidos?
La comunidad internacional tiene que ser coherente. No puede aplaudir el voto hondureño que frena al socialismo del siglo XXI y luego mirar hacia otro lado si el próximo gobierno se deja arrastrar por la tentación autoritaria o por la impunidad. Observación electoral robusta, respaldo a reformas institucionales auténticas, presión firme contra cualquier intento de manipular el conteo o de capturar de nuevo a los árbitros: esa debería ser la línea.
La diáspora, por su parte, ya no puede ser tratada como una vaca lechera silenciosa. Más de una cuarta parte del PIB de Honduras proviene de las remesas; eso significa que cada decisión económica, cada desvío de fondos, cada acto de corrupción se alimenta, en última instancia, del esfuerzo de los hondureños que trabajan fuera, en condiciones muchas veces durísimas.
Ningún político que pretenda gobernar seriamente Honduras puede darse el lujo de ignorar a su diáspora. Tanto Asfura como Nasralla necesitan establecer un diálogo estructurado, permanente y respetuoso con los hondureños en el exterior, no solo para pedirles dinero de campaña, sino para incorporarlos a la definición de políticas públicas, a la inversión productiva y a la reconstrucción institucional. Pero ese vínculo no puede reducirse a “participación”: debe traducirse también en asistencia concreta.
La diáspora hondureña requiere y merece políticas específicas de apoyo: fondos de solidaridad para situaciones de emergencia, programas de asesoría legal y migratoria, esquemas para facilitar el acceso a seguros médicos de bajo costo, convenios con universidades hondureñas y extranjeras para ofrecer clases de inglés y formación en línea, mecanismos para acompañar a quienes desean invertir productivamente en su país de origen, y canales consulares que funcionen de verdad como red de protección, no como simple trámite burocrático.
La diáspora tiene voz, tiene voto indirecto a través de las remesas y posee una autoridad moral que ya no se puede seguir despreciando; si sostiene buena parte de la economía hondureña, el Estado hondureño tiene la obligación política y ética de sostenerla también a ella.
Si tuviera que hablarle hoy directamente a la clase política hondureña, ¿qué les diría sin rodeos?
Les diría tres cosas muy simples:
- Primero, el pueblo entendió que el socialismo del siglo XXI es un fraude que se disfraza de justicia social para montar cleptocracias y narcoestados. Entendió también que muchos de los viejos partidos se acomodaron a ese juego mientras les convenía. Ese tiempo se acabó. Quien no lo vea, se va a quedar solo.
- Segundo, no se engañen con el resultado. Una ventaja de unos cientos de votos en un conteo inconcluso no es una coronación, es una advertencia. Honduras les está diciendo: “les concedo un margen mínimo para demostrar que son capaces de cambiar; si no lo hacen, los sacaré también”.
- Tercero, basta de usar la ignorancia y el miedo como herramientas de gobierno. Los regímenes socialistas y comunistas siempre han necesitado pueblos desinformados para poder manipularlos. Honduras tiene que elegir otro camino: el de la educación, la información, la transparencia y la responsabilidad. Si la clase política no se pone a la altura de ese desafío, el pueblo hondureño encontrará, tarde o temprano, otra manera de hacerse escuchar.
Hoy, Honduras ha logrado algo enorme: frenar en las urnas el avance de un proyecto autoritario y cleptocrático. Pero eso no significa que la democracia haya ganado; significa que se le ha dado una nueva oportunidad. Aprovecharla o desperdiciarla dependerá de lo que hagan, desde mañana, quienes aspiran a gobernar y de la vigilancia que mantenga ese pueblo que, una vez más, demostró que no está dispuesto a rendirse.


