Las protestas por la crisis económica en Irán se transforman rápidamente en impugnación política. No anuncian un colapso inmediato, pero revelan un régimen que gobierna administrando crisis, no ofreciendo estabilidad.
El cierre del Gran Bazar de Teherán no es una huelga clásica ni una convocatoria política. Fue una señal. El colapso del rial, la inflación descontrolada y la imposibilidad de sostener la vida cotidiana empujaron a comerciantes, estudiantes y sectores urbanos a una protesta que en pocas horas dejó de ser económica. Sin liderazgo visible ni épica revolucionaria, las consignas cruzaron un umbral conocido por el régimen: cuando el dinero deja de circular, la obediencia también se resquebraja.
El Gran Bazar de Teherán no es solo un mercado: es una institución política no escrita. Durante décadas ha funcionado como termómetro de estabilidad y como amortiguador social entre el poder y la calle. Cuando sus persianas bajan, no se detiene únicamente el comercio, sino que se activa una señal histórica de quiebre. A finales de diciembre, ese silencio volvió a instalarse en uno de los espacios más vigilados de la capital iraní.
Los comerciantes cerraron primero por cálculo defensivo. Vender en medio del colapso del rial significaba perder dinero. Reponer mercancía importada se había vuelto impracticable, los precios cambiaban de una mañana a otra y la inflación devoraba cualquier margen de previsión. Pero en cuestión de horas, el gesto económico adquirió otro espesor. Las persianas bajas se transformaron en una forma de protesta colectiva y el vacío del bazar comenzó a hablar un lenguaje que el régimen conoce bien.
No hubo convocatoria política ni consigna inaugural. Hubo algo más inquietante: la suspensión de la normalidad. La economía dejó de cumplir su función mínima de sostener la vida cotidiana y, con ella, se erosionó el último argumento funcional del poder: la capacidad de administrar, aunque fuera precariamente, el día a día de millones de personas.
El colapso como detonante
El desplome del rial no es nuevo, pero en las últimas semanas alcanzó un umbral psicológico distinto. La moneda iraní llegó a cotizarse en torno a 1,4 millones de riales por dólar en el mercado libre, un mínimo histórico que desbordó incluso las previsiones más pesimistas. La inflación interanual superó el 50 %, con aumentos aún más pronunciados en alimentos, combustible y servicios básicos.
Para amplios sectores urbanos, la crisis dejó de ser una abstracción macroeconómica. Se volvió experiencia inmediata: salarios pulverizados, ahorros inútiles, contratos imposibles de cumplir. Los comerciantes del bazar fueron los primeros en verbalizarlo, no por ideología sino por supervivencia. Vender ya no era un acto racional.
Ese carácter defensivo explica el inicio de las protestas. No hubo liderazgo visible ni organización previa. Hubo una constatación compartida: el sistema económico había dejado de funcionar incluso para quienes, históricamente, habían actuado como amortiguadores sociales del régimen.
De la economía a la política
La transformación ocurrió cuando la protesta dejó de girar en torno a precios y pasó a cuestionar responsabilidades. En las calles adyacentes al bazar, los primeros cánticos contra la inflación dieron paso a consignas directamente dirigidas al poder. El tránsito fue rápido, casi orgánico. Cuando el dinero deja de circular, también se rompe el relato de gobernabilidad.
Las manifestaciones se extendieron a otros puntos de Teherán y a varias ciudades del país. En estaciones de metro, plazas y centros comerciales, los eslóganes ya no pedían alivio económico, sino que apuntaban al núcleo del régimen. No se trataba aún de una revuelta nacional coordinada, pero sí de una mutación cualitativa: el malestar económico había cruzado el umbral político.
Ese cruce explica la reacción inmediata del Estado. Las fuerzas de seguridad desplegaron gas lacrimógeno, se produjeron detenciones selectivas y el poder judicial emitió advertencias públicas que evocan los episodios más duros de represión. El mensaje era inequívoco: el problema ya no era el precio del dólar, sino el cuestionamiento del orden.
La universidad como amplificador
Como en otros ciclos de protesta en Irán, las universidades actuaron como caja de resonancia. Estudiantes de centros emblemáticos de Teherán y de otras ciudades se sumaron a las movilizaciones, enlazando la crisis económica con un repertorio político más amplio.
Las protestas en los campus no se limitaron a expresar solidaridad con los comerciantes. Introdujeron un lenguaje explícitamente político y conectaron el deterioro material con la ausencia de canales institucionales para procesar el descontento. La respuesta fue, nuevamente, la represión selectiva y el cerco policial, acompañados de promesas oficiales de diálogo que rara vez se traducen en cambios estructurales.
Un poder que gestiona la crisis
Ante la expansión de las protestas, el gobierno recurrió a una estrategia conocida: combinar gestos de escucha con advertencias severas. El presidente habló de demandas legítimas y de reformas monetarias, mientras otros actores del poder advertían sobre conspiraciones externas y amenazas a la seguridad nacional. En paralelo, se anunciaron cierres administrativos por razones energéticas y climáticas, una medida que también vacía el espacio público.
Este doble discurso no apunta a resolver la crisis, sino a administrarla. El régimen iraní ha demostrado una notable capacidad para sobrevivir en escenarios de tensión prolongada, fragmentando la protesta y evitando su convergencia nacional. Pero esa capacidad tiene un costo: gobierna cada vez más por coerción y cada vez menos por convencimiento.

¿Se perdió el miedo, nunca lo hubo, o cambió el sujeto?
Cada vez que Irán vuelve a protestar surge la misma pregunta: si la sociedad ha perdido el miedo a la represión. La formulación es engañosa. El miedo nunca desapareció, pero tampoco fue el principal dique de contención. En los ciclos previos, especialmente en 2017–2019, el cálculo dominante fue otro: el castigo sería alto y el resultado incierto. La represión funcionó por su violencia y por su previsibilidad.
En 2022, tras la muerte de Mahsa Amini, ese cálculo se quebró parcialmente. La movilización fue más amplia, más sostenida y más existencial. El desafío no era económico ni sectorial, sino cultural y político. La represión fue brutal, pero el daño simbólico ya estaba hecho.
Las protestas actuales operan en un registro distinto. No expresan una épica de ruptura ni una revuelta identitaria, sino una constatación material: la vida cotidiana se volvió inviable. El miedo no desaparece, pero pierde eficacia cuando el costo de no protestar se percibe como equivalente o mayor.
Además, el sujeto que emerge no es nuevo, pero sí reconfigurado. Comerciantes, estudiantes, trabajadores y jubilados no actúan como vanguardia ideológica, sino como actores empujados por la erosión constante de sus condiciones de vida. Muchos de ellos habían apostado, hasta ahora, por la adaptación.
Las protestas de 2017-2019 estuvieron marcadas por un fuerte componente socioeconómico, pero carecieron de traducción política sostenida. Fueron fragmentadas, rápidamente reprimidas y absorbidas por un discurso oficial que las presentó como disturbios aislados. El régimen logró entonces restablecer el control sin modificar las bases del sistema.
El ciclo de 2022 introdujo una fractura cultural profunda. Aunque no produjo una transformación institucional inmediata, erosionó la autoridad simbólica del Estado religioso y normalizó prácticas de desobediencia cotidiana. Desde entonces, el régimen gobierna sobre una sociedad menos disciplinada y más escéptica.
Las protestas actuales se sitúan entre ambos momentos. Recuperan el eje económico de 2017–2019, pero lo hacen en una sociedad atravesada por la experiencia de 2022. Esa combinación explica su rapidez para politizarse y, al mismo tiempo, su dificultad para articularse como movimiento nacional unificado.
La dimensión internacional
El contexto internacional agrava, pero no explica por sí solo, la crisis interna. Las sanciones, la presión diplomática y la amenaza permanente de escaladas militares forman parte del paisaje desde hace años. El impacto decisivo, sin embargo, es doméstico: un sistema económico incapaz de amortiguar esos choques y un Estado que prioriza la supervivencia del régimen sobre la estabilidad social.
El discurso oficial vuelve a señalar a enemigos extranjeros como instigadores de las protestas. Esa narrativa conserva eficacia en ciertos sectores, pero pierde fuerza cuando el colapso monetario afecta incluso a quienes no se identifican con ninguna oposición política. La inflación no necesita traducción ideológica.
La instrumentalización externa del malestar iraní introduce, además, un riesgo adicional: permite al régimen reforzar su dispositivo de control y deslegitimar la protesta interna. De ahí la importancia de leer estas movilizaciones como expresión de una crisis estructural que se incrementa desde dentro.
Irán, Venezuela y el efecto dominó de la presión estratégica
La crisis económica que empuja hoy a sectores iraníes a la protesta no puede leerse aislada de un entorno internacional cada vez más restrictivo, en el que Irán comparte vulnerabilidades con otros regímenes sancionados, en particular Venezuela y Cuba.
No se trata de una alianza ideológica abstracta, sino de una red de supervivencia económica construida bajo presión, basada en intercambios energéticos, logísticos y financieros que buscan sortear el cerco internacional.
Durante los últimos años, Irán y Venezuela han tejido una relación pragmática: suministro de combustibles, asistencia técnica, rutas marítimas opacas y mecanismos de pago diseñados para esquivar sanciones. Para Teherán, Caracas ha funcionado como un socio periférico pero útil, un punto de proyección en el hemisferio occidental que permite diversificar rutas comerciales y demostrar que el aislamiento no es total. Para Venezuela, Irán ha sido un proveedor clave en momentos críticos del colapso energético.
Ese delicado equilibrio se ha visto tensionado por los recientes despliegues militares y navales de Estados Unidos en el Caribe, oficialmente justificados como operaciones de seguridad regional y control del narcotráfico, pero con un efecto económico más amplio. El refuerzo de la vigilancia marítima, el aumento de interdicciones y la señal política enviada a aseguradoras, navieras y operadores financieros han encarecido –y en algunos casos bloqueado– rutas que resultaban vitales para estos intercambios paralelos.
El impacto no se limita a Venezuela. Para Irán, cualquier disrupción en estas rutas alternativas se traduce en menor capacidad de exportar, importar o triangular bienes estratégicos, lo que presiona aún más una economía ya debilitada por sanciones formales, inflación estructural y mala gestión interna.
El efecto es indirecto, pero tangible: menos divisas, mayor volatilidad cambiaria, más presión sobre el rial. En Cuba, atrapada en una crisis energética y alimentaria crónica, la contracción de estos flujos también agrava la escasez y refuerza la dependencia de un sistema cada vez más frágil.
No hay evidencia de un plan explícito de “efecto dominó” anunciado, pero el resultado operativo se le parece. Al endurecer simultáneamente el entorno estratégico de varios países sancionados, Washington reduce los márgenes de maniobra de economías que ya operan al límite. El mensaje es claro: incluso las redes alternativas tienen un costo creciente.
Para Irán, esta presión externa no explica por sí sola las protestas actuales, pero sí contribuye a estrechar el cerco económico que convierte el malestar social en protesta política. Cuando las válvulas externas se cierran y las internas fallan, el sistema pierde oxígeno. Y ese ahogo, más que cualquier consigna, es el que termina empujando a la gente a la calle.
Un umbral abierto
Las protestas en curso no anuncian un desenlace inmediato. No hay señales de colapso ni de reforma profunda a corto plazo. Pero sí marcan un umbral político que el régimen ya no puede ignorar ni revertir con los reflejos de siempre. El malestar económico ha dejado de ser un ruido de fondo y se ha convertido en una experiencia compartida que erosiona, día a día, la capacidad del poder para sostener una normalidad mínima.
La República Islámica ha demostrado una notable habilidad para sobrevivir a crisis sucesivas sin transformarse. Ha aprendido a fragmentar la protesta, a dosificar la represión y a administrar la fatiga social. Pero cada ciclo deja menos margen que el anterior.
Irán no está al borde de una caída inminente, pero tampoco ha regresado a la estabilidad. Entre ambos extremos se abre un espacio prolongado de tensión, marcado por protestas económicas que se politizan con rapidez, por una represión que contiene sin resolver y por un poder que gobierna cada vez más por inercia.
Ese equilibrio precario no ofrece certezas, pero sí una advertencia: cada vez que la economía vuelve a empujar a la gente a la calle, el umbral político se cruza con mayor facilidad. Y una vez cruzado, resulta cada vez más difícil volver atrás.



