Manuel Malaver
Hay una característica loable que no se le podía negar al “viejo socialismo”, al del siglo XX, y es que la pobreza que imperó a lo largo y ancho de la sociedad, también alcanzó a la nomenclatura, la cual, quizá por mantener su devoción a la renuncia de los bienes materiales “innecesarios” que se desprendía de la religión de Marx, o por miedo a las represalias de un Estado carcomido de moralismo y austeridad, se limitaba a consumir lo mínimo para sobrevivir.
De modo que, solo cuando se escalaban las cimas de los altos cargos -y en especial las que sostenían al presidente-dictador-, se podían percibir “lujos” que perfectamente se podían atribuir a inexcusables imposiciones protocolares. Y fue así cómo las imágenes que dejaron los primeros jefes y líderes de la instauración del “reino de Dios en la tierra”, de profetas armados como Stalin, Mao, Ho Chi Minh y Kim Il-sung, no fue la de “comandantes en jefes” estrafalarios, exóticos y fantoches como el difunto Gadafi, o el todavía lanza en ristre Lukashenko, sino la de superpoderosos sencillos, austeros, muy cercanos al hombre de la calle y de a pie.
No se podría decir lo mismo del legado visual que en cuanto a ambientes, residencias presidenciales, espacios de ciudades y pueblos, y sobre todo, de presentación de sus jefes y líderes, nos está dejando el “Socialismo del Siglo XXI”, el cual, a diferencia de su genitor y antecesor, se comporta como un competidor sin límites del boato, la ostentación y el superlujo que es la marca de fábrica del capitalismo y la democracia de nuestros días.
Derroche de bienes y facilidades en los modos de vivir y morir, que es permisible puedan dárselos quienes acumulan riquezas a punta de trabajo y con el sudor de su frente, pero no de estos apóstoles que hicieron votos en los altares de Marx, Engels y Lenin para que los humanos cautivos de su utopía redentora llevaran un vida humilde, digna y decorosa.
Promesa esta última que fue imposible de cumplir por los catastróficos resultados de las economías colectivistas, las cuales, al ponerse al margen de la capacidad del mercado para fijar los precios de bienes y servicios, y sobre todo, al ponerle fin a los derechos de propiedad y a la libertad individual, originó un sistema económico de cero productividad, intercambios de rentabilidad variable y sin correcciones apropiadas, de modo que el estado mismo y el partido, o los partidos que lo controlan, derivaron en mafias que operan en una anarquía generalizada buena para todo.
El “Socialismo del Siglo XXI”, en efecto, ha sido el origen de la aparición de una aristocracia formada por agentes gubernamentales y particulares militantes o simpatizantes de la singular variante del socialismo del siglo pasado, que funciona con una codiciosa estructura de clases, perfecta aliada de las economías “negras” que prosperan hoy a lo largo y ancho de los sistemas políticos globales y, en su mayoría, no tienen problemas para convivir con el engendro del “Foro de Sao Paulo”.
De la Venezuela socialista que nació con la revolución de Chávez y ha sido heredada por su pupilo, el dictador Nicolás Maduro, puede decirse que ha realizado el mejor despliegue de la actualización del modelo que nació en octubre del año 17 del siglo pasado en Moscú y si algún desprevenido seguidor se aventurara estos días por avenidas y calles de Caracas, se encontraría con una asombrosa muestra del lujo, la ostentación y el derroche que es típica de centros capitalistas globales como Miami, Nueva York, París y Tokio.
Pero con aristocracia incluida y que por todos los medios evita cruzarse con los millones de venezolanos que azotados por el hambre y las enfermedades se ven obligados a acercarse a zonas como Sabana Grande, Las Mercedes, Chacao, La Castellana y Altamira. Porque, en estos espacios, precisamente, transcurre otra Venezuela, una de Ferraris, Lamborghinis y BMW, que no pocas veces aparcan frente a restaurantes de alta gama con chef importados, u hoteles cinco estrellas que fueron construidos para competir con los de los paraísos fiscales, o bodegones y centros comerciales donde se pueden encontrar y comprar las exquisiteces más escasas y caras del planeta.
Un refugio para las fantasías en la hiperrealidad de un país donde la economía fue llevada prácticamente a cero con la destrucción de la industria petrolera, donde decenas de millares de fundos fueron expropiados para convertirlos en rastrojos, empresas manufactureras y de servicios borradas del mapa y los índices económicos hablan de una catástrofe como solo puede percibirse después guerras civiles o internacionales que reducen a polvo los frutos del ahorro y del trabajo.
¿De dónde salen, entonces, los recursos y los capitales que se invierten para que un sector minúsculo de la población pueda sentir y demostrar que viven en un país con una economía en ascenso, en franca recuperación y disparada a colocarse entre los primeros del ranking regional? Pues del narcotráfico, que hizo su ingreso al país desde las dos últimas décadas de la llamada “Cuarta República”, empezó auspiciando la creación del primer cártel nacional que operó como una extensión de los carteles de Cali y Medellín llegados de Colombia, el “Cártel de los Soles” y desde entonces el país hizo parte del “Crimen Internacional Organizado” que tiene entre sus principales ejercicios el tráfico de estupefacientes.
Fue con el ascenso de Chávez al poder y su alianza con la narcoguerrilla de las FARC que la economía venezolana se integra en forma a la internacional de la droga y, capos. No solo de la revolución chavista, sino también el capitalismo privado, comienzan a darle curso a la alianza que utiliza las fronteras, carreteras, puertos y pistas aéreas para que la Venezuela que surge del castrochavismo devenga en un narcoestado.
Y esa es la razón para que, pese a la destrucción de la economía formal (petróleo, hierro, aluminio, oro y agroganadería) el Estado chavista continúe funcionando, casi en la indigencia, pero con una conexión con el delito que le permite sobrevivir.
Y al lado de la aristocracia que encuentra su origen en los negocios que con distintos fines y objetivos se ligan con el gobierno, también coexistan los narcos, magos de una nueva conformación de las relaciones económicas mundiales, establecidos como poder en el país que es el mayor productor y exportador de cocaína en el mundo, Colombia, y que encontrará en su vecino y hermano, Venezuela, el aporte y los instrumentos para que el narcosocialismo pase a codearse con las potencias mundiales que merodean por el “Foro de Sao Paulo”, los Bric y el Nuevo Orden Mundial.