Más allá del narcotráfico y los crímenes de lesa humanidad, redefine el régimen como crimen organizado transnacional, con consecuencias penales, militares y financieras.
El 16 de diciembre, Donald Trump publicó un mensaje en Truth Social que marcó un punto de no retorno. “Venezuela está completamente rodeada por la mayor Armada jamás reunida en la historia de Sudamérica”, escribió, antes de lanzar una exigencia que parecía más una orden que una advertencia: el país debe devolver a Estados Unidos “todo el petróleo, las tierras y otros activos que nos robaron previamente”. En ese mismo mensaje, anunció el bloqueo total de los petroleros sancionados y confirmó que Washington pasaba a tratar el gobierno venezolano como una organización terrorista.
La declaración no surgió de la nada. Fue la verbalización extrema de un reclamo acumulado durante dos décadas de expropiaciones, confiscaciones y expulsiones de empresas estadounidenses bajo los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro. No habló de un gobierno autoritario ni de un régimen sancionado. Utilizó una categoría más grave y de efectos jurídicos inmediatos: organización terrorista. La declaración vino acompañada de una orden inédita en su alcance (el bloqueo total de los petroleros sancionados que entren o salgan del país) y de una advertencia militar explícita sobre la mayor concentración naval estadounidense jamás desplegada en Sudamérica.


El mensaje no es técnico ni diplomático, sino político y estratégico. Para la Casa Blanca, Venezuela dejó de ser un problema de gobernabilidad fallida y pasó a tratarla como una estructura criminal que utiliza el Estado, el petróleo y la migración forzada como armas contra Estados Unidos.
El petróleo como eje del conflicto
El reclamo de Trump sobre “activos robados” remite a una historia concreta. Desde 2007, el Estado venezolano expropió o forzó la salida de algunas de las principales corporaciones estadounidenses que operaban en el país. ExxonMobil y ConocoPhillips fueron expulsadas de la Faja del Orinoco tras nacionalizaciones unilaterales; General Motors perdió su planta en Valencia; Clorox, Kellogg’s y Owens‑Illinois abandonaron el país tras la ocupación de instalaciones; y, durante años, decenas de empresas de servicios petroleros —Halliburton, Schlumberger, Baker Hughes, Weatherford— vieron erosionada o cancelada su presencia.
Chevron quedó como la última gran petrolera estadounidense operando en Venezuela, hasta convertirse también en pieza central de la disputa. Para Trump, esta secuencia no constituye una política de soberanía energética, sino un patrón de despojo que ahora utiliza como justificación política y jurídica para elevar el conflicto al máximo nivel.
En el centro de la nueva escalada está el petróleo. No como mercancía, sino como flujo financiero. La tesis de Washington es que la renta petrolera venezolana no sostiene políticas públicas ni estabilidad económica, sino redes de narcotráfico, lavado de dinero, trata de personas y represión interna. Bajo esa lógica, cortar el transporte marítimo del crudo equivale a atacar el corazón operativo del régimen.
La orden presidencial de bloquear petroleros sancionados transforma el mapa del Caribe. Ya no se trata solo de sanciones administrativas o financieras, sino de interdicción física del comercio energético venezolano. La incautación reciente de un buque petroleros y traslado a un puerto estadounidense para el decomiso del crudo funciona como advertencia y precedente.
Operadores del mercado energético señalan que millones de barriles permanecen varados en altamar, mientras compradores presionan por renegociar contratos y los descuentos sobre el crudo venezolano se profundizan. La industria, debilitada por años de mala gestión y corrupciones de todo tipo, entra ahora en una fase de parálisis inducida.
El Cartel de los Soles: del rumor al expediente
La ofensiva se articula alrededor de un nombre que durante años osciló entre la denuncia periodística y la acusación judicial: el Cartel de los Soles. Lo que antes era presentado como corrupción militar hoy aparece descrito como una red orgánica que conecta mandos de seguridad, rutas de exportación, flotas encubiertas y operadores financieros. Ahí, el Estado venezolano no es una víctima capturada por el crimen, sino su plataforma logística. El petróleo, transportado por navieras opacas y comercializado a través de intermediarios, se convierte en el mecanismo que convierte poder político en dinero limpio fuera de las fronteras nacionales.
Las sanciones ahora apuntan menos a figuras aisladas y más a la arquitectura que permite el circuito: comerciantes de crudo, empresas pantalla, testaferros y corredores financieros que han operado durante años en una zona gris tolerada por la comunidad internacional.
Chevron y la paradoja de la presencia estadounidense
Uno de los puntos más sensibles del nuevo esquema es la relación entre Estados Unidos y Chevron. Durante años, los republicanos criticaron los acuerdos que permitieron a la petrolera operar en Venezuela bajo licencias especiales. Argumentaban que esos flujos beneficiaban al régimen de Maduro.
Tras el regreso de Trump al poder, los términos fueron modificados. En lugar de transferencias directas en efectivo, parte del crudo producido por Chevron pasó a manos del Estado venezolano. Sin embargo, los datos internos muestran que ese petróleo fue comercializado por intermediarios privados vinculados al entorno del poder. Generó ingresos millonarios que terminaron reforzando las mismas redes que las sanciones pretendían debilitar.
El resultado es una paradoja estratégica: mientras Washington endurece el discurso y despliega fuerza naval, permite simultáneamente la permanencia de una empresa estadounidense en el mayor reservorio petrolero del mundo, con el argumento de preservar influencia y presencia geopolítica.
Maduro, legitimidad y usurpación

La nueva política estadounidense se apoya en una premisa política explícita: Nicolás Maduro es un dictador que se mantuvo en el poder tras perder las elecciones presidenciales del 28 de julio de 2024. Desde esta óptica, no existe un gobierno legítimo al cual respetar, sino una usurpación sostenida mediante represión, control institucional y criminalidad organizada.
Una lectura que permite justificar medidas que, en otro contexto, serían consideradas actos de agresión económica o militar. No se sanciona a un Estado soberano, sostiene Washington, sino a una organización que capturó el Estado para delinquir.
Terrorismo como categoría operativa
La designación como organización terrorista no es simbólica. En el marco legal estadounidense, habilita herramientas excepcionales: congelamiento total de activos, persecución penal de colaboradores, sanciones secundarias a terceros países y presión directa sobre aseguradoras, puertos y navieras. Además, redefine el riesgo para actores internacionales. Cualquier transacción, contrato o servicio que implique contacto con estructuras vinculadas al poder venezolano puede convertirse en una exposición penal. El aislamiento deja de ser diplomático y pasa a ser jurídico.
Desde Caracas, la respuesta fue inmediata y previsible. El gobierno calificó la medida como una amenaza grotesca, denunció violaciones al derecho internacional y acusó a Trump de pretender apropiarse de las riquezas venezolanas. Anunció, además, gestiones ante Naciones Unidas. El conflicto ha entrado en una fase distinta. Ya no se discuten elecciones ni negociaciones. Se confrontan narrativas de soberanía frente a acusaciones de terrorismo y crimen transnacional.
Mientras Estados Unidos escala, la Unión Europea prorrogó hasta 2027 sus sanciones contra altos funcionarios del régimen por violaciones de derechos humanos y los hechos posteriores a las elecciones de 2024. Jueces, rectores electorales, mandos militares y jefes de inteligencia figuran en la lista. Aunque Bruselas mantiene un discurso más cauteloso, el fondo coincide: en Venezuela opera un sistema de poder incompatible con el Estado de derecho. El mismo diagnóstico con otra intensidad,
Arbitrajes internacionales: el costo jurídico del despojo
El reclamo estadounidense se apoya en antecedentes jurídicos firmes. Varias de las expropiaciones ejecutadas por el chavismo derivaron en arbitrajes internacionales ante el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI/ICSID) del Banco Mundial. En esos procesos, Venezuela fue condenada a pagar miles de millones de dólares en compensaciones a empresas como ExxonMobil y ConocoPhillips, tras demostrarse que las nacionalizaciones se realizaron sin acuerdos válidos ni indemnizaciones adecuadas.
Aunque el chavismo-madurismo desconoció o dilató el cumplimiento de los laudos, las sentencias consolidaron un hecho clave: para el derecho internacional, no se trató de disputas políticas, sino de expropiaciones ilegales. Ese historial permite a Trump traducir un conflicto económico acumulado en una ofensiva jurídica y política de alcance global.
Un expediente que cambia de naturaleza
Las decisiones de Trump transforman el capítulo venezolano. El país deja de ser tratado como una anomalía política latinoamericana y pasa a integrarse al mapa global del crimen organizado y las amenazas transnacionales.
El mensaje es inequívoco. Washington considera el régimen de Maduro no solo una dictadura represiva, sino también un aparato criminal que utiliza el petróleo, la migración forzada y la violencia como herramientas para mantenerse en el poder. Las consecuencias de esta redefinición apenas comienzan a desplegarse, y su impacto llegará mucho más allá del Caribe.
Lo que durante años fue un expediente de arbitrajes perdidos en el CIADI hoy se convierte, para Washington, en la prueba de que el petróleo venezolano dejó de ser un activo nacional para transformarse en el combustible financiero de una estructura terrorista que ahora enfrenta un muy severo cerco político, jurídico y militar.


