Tripulantes marítimos en tránsito

Tripulantes marítimos en tránsito

La ofensiva militar de Estados Unidos ha vuelto letal el tráfico marítimo de drogas. Aun así, las lanchas siguen saliendo. No por fanatismo ni por ignorancia, sino porque estatus, dinero y coacción convergen en un sistema que delega el riesgo y descarga la muerte sobre quienes no toman las decisiones, mientras la interdicción cumple también una función política y geopolítica.

La lancha no acelera. No gira. No intenta ocultarse. Avanza en línea recta, como si el cielo estuviera vacío. Arriba, un dron observa en silencio; más lejos, una cadena de sensores ya ha integrado la información, validado el objetivo y cerrado el ciclo de decisión.

En ese instante —antes del impacto, antes de la explosión— la pregunta relevante no es por qué serán interceptados, sino por qué el sistema sigue enviando tripulantes al mar aun cuando para ellos el riesgo de morir es extremo.

La lancha no sabe que puede ser destruida.
Quienes mueren son los tripulantes.

Una anomalía que exige explicación

En los últimos meses, la ofensiva militar de Estados Unidos en aguas internacionales del Caribe y del Pacífico oriental ha introducido un quiebre difícil de ignorar. Al menos treinta narcolanchas han sido destruidas mediante operaciones de interdicción de alta precisión, con un saldo estimado de más de cien tripulantes muertos. No se trata ya de persecuciones fallidas ni de capturas judiciales posteriores, sino de acciones cinéticas letales ejecutadas en tiempo real.

El dato altera una premisa histórica del narcotráfico marítimo: traficar drogas ahora sí puede costar la vida. No de manera excepcional ni colateral, sino como resultado directo de una política sostenida.

Y, sin embargo, las lanchas siguen saliendo.

No es una pregunta moral ni policial. Es una anomalía estratégica. ¿Por qué, a pesar de que la probabilidad de morir ha aumentado de forma objetiva y verificable, el sistema criminal continúa enviando personas al mar?

Responderla obliga a desmontar varios mitos persistentes: el del narco suicida, el del fanatismo irracional, el de la pura codicia individual. Ninguno explica por sí solo un fenómeno que, lejos de desaparecer, se adapta.

El cálculo económico no lo hace quien se sube a la lancha

El primer error analítico consiste en ubicar el cálculo riesgo–beneficio en la mente del tripulante. No ocurre allí. Ocurre aguas arriba, en niveles de la organización que nunca pisan una cubierta ni navegan de noche.

Para las estructuras criminales transnacionales, una lancha es un activo logístico de costo relativamente bajo. La tripulación también, precisamente porque no decide ni controla la operación. En un negocio donde un cargamento exitoso puede compensar varias pérdidas consecutivas, la probabilidad de fracaso —incluso de aniquilación— no invalida la operación.

La muerte, en este esquema, no es un fallo del sistema. Es un costo operativo asumido.

La intensificación de la interdicción ha encarecido cada viaje. Lo que antes costaba decenas de miles de dólares hoy puede costar cientos de miles. Ese aumento se traduce en incentivos contingentes: a algunos tripulantes se les promete que, si sobreviven y entregan la carga, podrían recibir pagos superiores a los cien mil euros. Una suma que, en contextos de pobreza estructural y ausencia de alternativas, se presenta como una salida definitiva: un solo viaje y retiro.

Pero ese cálculo es profundamente asimétrico. Para la organización, incluso varias muertes consecutivas pueden ser absorbidas si una operación se completa. El riesgo se concentra abajo; el beneficio, arriba.

Los prescindibles

En el narcotráfico marítimo no mueren quienes manejan el negocio ni quienes se enriquecen con él. Mueren los prescindibles.

La operación se sostiene sobre una masa de operadores reemplazables: pescadores empobrecidos, jóvenes sin alternativas económicas, migrantes irregulares, personas endeudadas con la propia organización o directamente capturadas por redes criminales locales. Muchos no tienen información completa sobre la letalidad real del escenario. Saben que el viaje es peligroso, pero no que el margen de supervivencia se ha reducido hasta niveles mínimos.

Rechazar una orden no implica simplemente perder un ingreso. Puede significar represalias inmediatas en tierra: violencia contra la familia, ejecuciones ejemplarizantes, desapariciones. En ese contexto, el mar no es una apuesta heroica, sino una extensión de la coacción.

Aquí la noción de temeridad individual se disuelve. Lo que aparece es una forma de explotación extrema en la que la vida humana funciona como insumo descartable, absorbido por una economía ilegal que puede reponer cuerpos con mayor facilidad de la que puede perder cargamentos.

La cultura narco y la promesa del estatus

Una de las explicaciones más citadas remite a la llamada “cultura narco”, consolidada durante décadas en países como México, Colombia y Venezuela. No se trata de folclor ni de mitología popular, sino de un sistema de valores funcional al control interno: burlar a las autoridades concede estatus, reconocimiento y capital simbólico.

En ese universo, el intento de evadir a la Marina estadounidense puede leerse como un desafío personal. La hazaña improbable —lograrlo— promete una forma de inmortalidad interna: respeto duradero, prestigio, acceso a mejores posiciones dentro de la estructura criminal.

El problema es que esta lógica rara vez opera en quienes deciden la operación. Funciona sobre todo como narrativa hacia abajo: una promesa simbólica ofrecida a quienes asumen el riesgo físico, no a quienes concentran el beneficio. El estatus no protege del dron ni del misil. Solo legitima, retrospectivamente, la exposición al riesgo.

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Asimetría informativa en un entorno que ya cambió

A pesar del salto tecnológico en vigilancia y ataque, persisten lógicas heredadas de etapas anteriores del tráfico marítimo. Muchos operadores siguen creyendo que la velocidad, la noche o el conocimiento local ofrecen márgenes de escape. Esa percepción no siempre es corregida por la organización; a veces, incluso, es incentivada.

La asimetría informativa es decisiva. Quien se sube a la lancha rara vez comprende el sistema que lo observa: sensores persistentes, fusión de inteligencia, armas guiadas de alta precisión. En su experiencia previa, huir funcionó alguna vez. Esa memoria pesa más que una amenaza abstracta.

Cuando estatus, dinero y coacción convergen

Estatus, dinero y coacción no son explicaciones excluyentes. Operan de manera simultánea y se refuerzan entre sí dentro de un mismo ecosistema criminal. La cultura del prestigio legitima el riesgo; el incentivo económico lo vuelve aceptable; la amenaza lo vuelve ineludible.

Un tripulante puede subir a una lancha creyendo que ese viaje resolverá su vida económica, demostrará valentía ante su entorno y, al mismo tiempo, evitará represalias inmediatas. La decisión —si puede llamarse así— se toma bajo una superposición de presiones que distorsionan cualquier noción clásica de elección racional.

Para las organizaciones, esta convergencia es altamente funcional. Cuando falla la promesa simbólica, se refuerza la económica. Cuando falla el dinero, aparece la violencia. No hay una sola motivación, e sistema dispone de todas.

El corredor latinoamericano: donde se fabrica el riesgo

El tráfico marítimo que hoy termina bajo drones estadounidenses no comienza en el mar. Es el último eslabón visible de un corredor criminal que atraviesa territorios específicos de América Latina, donde el riesgo se produce, se distribuye y se transfiere hacia los márgenes más débiles del sistema.

México, Colombia y Venezuela no son solo puntos de origen o tránsito. Son espacios donde se ha consolidado, durante décadas, una relación funcional entre economías ilegales, precariedad estructural y control armado. En esos territorios, el narcotráfico no aparece como una anomalía, sino como una opción disponible dentro de un paisaje de exclusión persistente.

La figura del tripulante prescindible se fabrica mucho antes de que exista una lancha. Se produce en comunidades costeras empobrecidas, en regiones sin Estado efectivo, en economías informales donde el ingreso legal no compite con la promesa —aunque sea falsa— del dinero rápido. El mar no crea al prescindible; solo lo consume.

Este corredor cumple una función clave: absorber el riesgo que el sistema global no está dispuesto a asumir. La violencia se queda en el sur. También la muerte

La eficacia militar y su límite estructural

Desde el punto de vista operativo, la ofensiva estadounidense es difícil de cuestionar. La detección temprana, la vigilancia persistente y el uso de fuerza letal de alta precisión han reducido drásticamente la probabilidad de éxito de las narcolanchas. Cada operación destruida confirma una superioridad tecnológica indiscutible.

Pero la eficacia táctica no equivale necesariamente a transformación estructural.

El narcotráfico no es una organización, sino una economía. No depende de una ruta, sino de la existencia de una demanda sostenida, de sistemas financieros capaces de absorber flujos ilícitos y de territorios donde el costo humano puede externalizarse sin consecuencias políticas significativas.

Mientras esos elementos permanezcan intactos, la interdicción actúa como un filtro, no como un cierre. Reduce el margen, eleva el costo, pero no altera la lógica central. El resultado no es el fin del tráfico, sino su reconfiguración constante.

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La disuasión como mensaje político

La letalidad en alta mar cumple, además, una función comunicativa. No se limita a neutralizar cargamentos: construye un mensaje. A los cárteles, les indica que el umbral de tolerancia se ha reducido. A los gobiernos regionales, que el control de rutas estratégicas sigue bajo supervisión estadounidense. A la audiencia doméstica, que hay resultados visibles.

Esa dimensión política explica por qué el énfasis no está solo en capturas judiciales, sino en la visibilidad de la destrucción. La lancha que vuela por los aires no es solo un objetivo neutralizado; es una imagen de poder.

Sin embargo, ese mensaje tiene un destinatario indirecto: quienes se suben a la lancha. No como advertencia racional, sino como confirmación de que su vida se encuentra en el punto exacto donde la política de seguridad y la economía criminal se cruzan sin mediación.

El cuerpo como zona de contacto

En última instancia, el tripulante se convierte en la zona de contacto entre dos sistemas que no se reconocen mutuamente como responsables. Para el narcotráfico, es un recurso humano reemplazable. Para la estrategia de interdicción, es un efecto colateral estadísticamente aceptable dentro de una operación legítima.

Ese cruce no es accidental. Es estructural.

La muerte del tripulante no detiene el flujo de drogas, pero sí permite que ambos sistemas —el criminal y el estatal— sigan funcionando sin revisar sus supuestos de fondo. Uno porque puede seguir enviando cuerpos. El otro porque puede seguir mostrando resultados.

La economía de la muerte delegada

En este punto, el fenómeno deja de ser exclusivamente criminal y se vuelve político. La intersección entre una economía ilegal globalizada y una estrategia de seguridad basada en la demostración de fuerza produce un resultado específico: la normalización de la muerte de actores no decisores.

No mueren los financistas, los estrategas ni los intermediarios de alto nivel. Mueren quienes ocupan el lugar exacto donde ambas lógicas —la criminal y la estatal— se tocan sin miramientos. Son cuerpos prescindibles para unos y estadísticamente aceptables para otros.

Por qué siguen saliendo

Las lanchas no siguen saliendo porque alguien busque la muerte o ignore el peligro. Siguen saliendo porque el sistema que las produce funciona incluso bajo condiciones de letalidad extrema. Estatus, dinero y coacción no fallan al mismo tiempo. Siempre hay una palanca disponible.

Mientras la economía del narcotráfico pueda externalizar la muerte y la política de interdicción pueda exhibirla como resultado, el punto de equilibrio seguirá ubicándose en el mismo lugar: en el cuerpo del tripulante.

Ese es el núcleo del problema.
No la lancha.
No el mar.

Los prescindibles, los tripulantes en tránsito.

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