STALIN GONZÁLEZ: UN DISCURSO VACÍO Y SUMISO

STALIN GONZÁLEZ: UN DISCURSO VACÍO Y SUMISO

Jonatan Alzuru Aponte

1. La omisión que funda el discurso

    El martes 14 de octubre, en la Universidad Central de Venezuela, se celebró el encuentro “Una Venezuela democrática”. Entre los oradores estuvo el diputado Stalin González, quien luego compartió un post y su intervención en las redes sociales. Su mensaje apelaba a la esperanza, la unidad y la reconstrucción nacional. Pero bajo esa retórica amable se oculta un vacío político decisivo: la omisión del acontecimiento que define el presente venezolano, el robo de la soberanía popular el 28 de julio de 2024, cuando el pueblo eligió a Edmundo González Urrutia y Nicolás Maduro desconoció esa decisión.

    Esa omisión no es un descuido retórico, sino una posición política. Lo que no se nombra, en política, no existe. Y cuando un líder evita nombrar la fractura de la soberanía, está contribuyendo a normalizarla. Hannah Arendt advirtió que los regímenes autoritarios no solo se sostienen por la violencia, sino también por la despolitización del lenguaje: cuando las palabras ya no remiten a los hechos, sino a la necesidad de sobrevivir en un presente domesticado. En ese sentido, el discurso de González participa de una política de adaptación, no de resistencia.

    Solo la renuncia de Nicolás Maduro, como acto que restituya la legitimidad democrática, puede neutralizar simultáneamente la agresión interna del autoritarismo y la posible acción externa de EE UU en territorio venezolano.

    2. La soberanía convertida en abstracción

    Stalin González

    Efectivamente, hace una referencia genérica a “la aceptación de la soberanía popular como fundamento de la democracia”. Pero al no hacer referencia concreta, no deriva en ninguna propuesta cuando esa soberanía ha sido robada. Se queda en la superficie de un principio sin aplicarlo al hecho histórico que hoy desgarra al país. Esa distancia entre el concepto y la realidad convierte su discurso en una forma de vaciamiento político: se enuncia la soberanía, pero se evita reconocer su violación.

    Su texto afirma: “Defender la esperanza y rescatar nuestro futuro no es solo una consigna: es una responsabilidad que nos une como país”. Pero ¿cómo hablar de esperanza sin antes reconocer el hecho que la destruye? Una nación sin soberanía no tiene futuro que rescatar, solo una rutina de sometimiento. El principio que sostiene toda democracia no es la “esperanza”, sino la soberanía popular, esa que la Constitución define como intransferible y ejercida directa o indirectamente mediante el voto. Cuando esa soberanía es violada, el deber ciudadano —también constitucional— es defenderla, no sustituirla por un discurso de reconciliación.

    3. El lenguaje como tecnología de sumisión

      Desde la perspectiva de Foucault, este tipo de lenguaje actúa como tecnología de poder: reorganiza la percepción de lo real. Si el conflicto político se traduce en un problema de “ánimo nacional”, entonces la dominación deja de parecer un hecho y pasa a ser un estado de ánimo. El poder ilegítimo no necesita censurar: basta con que el discurso opositor empiece a hablar su mismo idioma. Cuando González dice “Venezuela puede y debe renacer en manos de su gente”, elude decir quién impide ese renacer; y al no decirlo, colabora en la producción de una nueva normalidad en la que la violencia institucional se vuelve paisaje.

      4. La reconciliación antes de la justicia

        La apelación a la “reconciliación” antes de que haya justicia es una forma refinada de resignación. Arendt sostuvo que el perdón solo tiene sentido cuando hay responsabilidad, no cuando la impunidad se presenta como camino a la paz. Ningún proceso histórico ha conocido reconciliación antes de la verdad. Gandhi y Martin Luther King fueron ejemplos de resistencia pacífica, no de obediencia; la paz que encarnaron fue el resultado de una confrontación moral radical, no de una negociación con la injusticia. En cambio, el discurso de González parece pedirnos que nos reconciliemos con el hecho mismo de haber sido despojados del poder de decidir.

        5. La legitimidad como condición de todo diálogo

          El problema central no es la falta de diálogo, sino la ausencia de legitimidad. Hablar de reconstrucción democrática sin nombrar al usurpador del poder es como proponer curar una herida negando que existe. La democracia no se construye con exhortaciones morales, sino con instituciones que respeten la soberanía popular, la separación de poderes y el imperio de la ley. Todo lo demás —esperanza, unidad, paz— son consecuencias, no fundamentos.

          En su mensaje, González demanda “la liberación de los presos políticos” y “el cese de la persecución”. Tiene razón en los efectos, pero omite la causa. Esos atropellos son consecuencia directa de un poder ilegítimo que se niega a reconocer la voluntad popular. Si se parte de esa omisión, toda su argumentación queda invertida: el opresor se vuelve un actor político con el que hay que convivir, y la víctima, un ciudadano que debe aprender a esperar.

          6. La dimensión internacional del poder

            La reconciliación, en contextos autoritarios, solo es posible después de la justicia. En Sudáfrica, en Chile, en Argentina, la paz no fue un preludio de la libertad, sino su consecuencia. Anticiparla es concederle al opresor la victoria simbólica: la de haber logrado que el pueblo renuncie a la verdad como condición de su futuro.

            A ello se suma una dimensión internacional que no puede soslayarse. La intervención norteamericana, bajo la administración de Donald Trump, ha operado en la frontera de Venezuela con una lógica de poder que viola también los derechos humanos, ejecutando acciones sin el debido proceso y utilizando el sufrimiento del pueblo venezolano como campo de legitimación geopolítica. Sin embargo, la manera de desarticular esa operación no es someterse a ella ni invocar la paz abstracta, sino devolverle al país su fundamento político: la soberanía popular.

            Solo la renuncia de Nicolás Maduro, como acto que restituya la legitimidad democrática, puede neutralizar simultáneamente la agresión interna del autoritarismo y la posible acción externa de EE UU en territorio venezolano. La salida del poder ilegítimo es, paradójicamente, el único acto de soberanía que puede impedir una nueva forma de dominación y el único camino para la paz y la reconciliación.

            7. La lucidez como deber político

              Venezuela no necesita discursos de esperanza, sino actos de lucidez. La defensa de la soberanía no es una consigna, es el único fundamento posible de la democracia. Y mientras ese principio no sea restaurado, toda retórica de unidad y renacimiento seguirá siendo una forma amable del silencio.
              Porque no hay paz sin verdad, ni verdad sin soberanía. Y un país que calla su saqueo termina convirtiendo la sumisión en costumbre.

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