Un colapso impulsado por políticas que ignoran principios económicos fundamentales o simplemente son dirigidas por incentivos guiados por la corrupción puede infligir un coste superior al de la violencia armada y dejar una nación en ruinas y una reconstrucción que se extenderá por generaciones.
Manuel Hidalgo y Juan Luis Jiménez /ethic
Venezuela representa uno de los casos más desconcertantes de la historia económica moderna. Con las mayores reservas probadas de petróleo del mundo (303.000 millones de barriles), el país que fue el más próspero de América Latina en los años setenta del siglo pasado ha experimentado un colapso económico de magnitud histórica. Entre 2013 y 2020, su PIB real se contrajo más del 88%, una caída que supera en severidad a la Gran Depresión estadounidense por un factor de tres y a la reciente crisis griega por más de cuatro veces. Lo más paradójico: este desplome ocurrió en tiempos de paz, sin invasión externa ni guerra civil.
¿Le habría ido peor a Venezuela sufriendo una guerra promedio reciente (75 últimos años) que lo que supone la evolución observada a lo largo del chavismo-madurismo? Al comparar los indicadores económicos y sociales del país con la evidencia reciente sobre los costes macroeconómicos de 115 conflictos armados analizados por Benmelech y Monteiro (2025), los resultados son tan sorprendentes como aleccionadores sobre los límites de las políticas económicas contraproducentes.
El proceso
Hugo Chávez llegó al poder democráticamente en 1998 prometiendo «refundar la república» mediante su Revolución Bolivariana. En el año 1999 promovió una nueva constitución que concentró buena parte del poder en el Ejecutivo. Tras esto, podemos considerar que el fallido golpe de estado de 2002 supuso un punto de inflexión: tras recuperar el poder, Chávez radicalizó su posición y purgó a 20.000 empleados de PDVSA (la petrolera estatal), transformándola de empresa tecnocrática en brazo financiero del proyecto político.
Paralelamente, implementó expropiaciones masivas que destruyeron la confianza del sector privado. La muerte de Chávez en marzo de 2013 dio paso a su designado Nicolás Maduro. Mientras en las siguientes elecciones Maduro ganaba por apenas 1,5 puntos porcentuales, la economía que heredaba se deterioraba justo cuando caían los precios del petróleo. Con la caída de ingresos petroleros, el modelo rentista colapsó, lo que impulsó al régimen a recurrir progresivamente a la represión: las protestas de 2014 y 2017 fueron respondidas con violencia, en cientos de muertes y miles de detenciones.
Para consolidar el régimen autocrático, este anuló de facto al poder legislativo mediante el Tribunal Supremo controlado por el gobierno cuando la oposición ganó las elecciones parlamentarias de 2015. A estas se le añadieron las elecciones presidenciales de 2018, que fueron ampliamente rechazadas como fraudulentas. Finalmente, el fraude electoral de julio de 2024 consolidó el carácter autoritario: tras inhabilitar a la candidata opositora más popular, el Consejo Nacional Electoral anunció la victoria de Maduro con el 51,2%, pero nunca publicó las actas desagregadas.
La oposición recolectó actas del 81,7% de las mesas, mostrando resultados de 67,1% para González versus 30,4% para Maduro. El Centro Carter concluyó que las elecciones «no cumplieron estándares internacionales de integridad electoral».
¿Qué se ha evaluado sobre Venezuela?
La literatura académica ha estudiado, bien directa o indirectamente, los efectos macroeconómicos que el Chavismo (la Revolución Bolivariana) ha tenido en Venezuela. Destacamos tres. Ouattara y Standaert (2020) construyen un nuevo índice de derechos de propiedad para 191 países, desde 1994 a 2014, combinando información entre derechos, desigualdad y democracia. Entre sus resultados encuentran que Venezuela es el peor país del mundo para la defensa de los derechos de propiedad, lo que afecta también negativamente la desigualdad del país.
Venezuela es el peor país del mundo para la defensa de los derechos de propiedad
Otro indicador importante analizado es cuánto patrimonio financiero poseen los hogares de cada país en paraísos fiscales, usualmente relativo al 0,01% más rico. Alstadsaeter et al (2018) estimaron que aproximadamente el 10% del PIB mundial se sitúa en dichos paraísos fiscales. No obstante el caso de Venezuela es sobresaliente: este porcentaje es el equivalente al 60% de su PIB, siendo el segundo país con mayor porcentaje tras los Emiratos Árabes Unidos, seguido por Rusia y Arabia Saudí.
Quizás el trabajo más interesante, aunque algo anterior en el tiempo, sea el de Grier y Maynard (2016), quienes evaluaron el impacto económico del liderazgo de Hugo Chávez en Venezuela aplicando el método de control sintético. A partir de una base de datos entre 1970 y 2012, crearon una Venezuela sintética con la información de países entre 1970 y 1998. Los resultados señalan una caída de los ingresos (de más de 3.500 dólares per cápita por año), un aumento de la desigualdad y sin mejoras en indicadores de pobreza, esperanza de vida y mortalidad infantil.

Colapso de magnitud histórica
Los datos económicos recientes confirman la magnitud histórica del colapso. El FMI estima que el PIB de Venezuela alcanzó 82.000 millones de dólares en 2024, tras crecer un 8% en 2022, 4,4% en 2023 y un estimado 5,3% en 2024, al que sucederá un esperado 0,5 en 2025.
Sin embargo, estas cifras de crecimiento ilusoriamente positivas ocultan una realidad devastadora: el PIB permanece un 75-80% por debajo del pico de 372.000 millones alcanzado en 2012 cuando Maduro fue designado sucesor de Chávez. Estos crecimientos parten de una base de comparación tan deprimida que incluso incrementos modestos generan porcentajes aparentemente elevados. Para retornar a los niveles de 2013, Venezuela necesitaría crecer al 6% anual sostenidamente durante 28 años consecutivos.
Para retornar a los niveles de 2013, Venezuela necesitaría crecer al 6% anual sostenidamente durante 28 años consecutivos.
Venezuela experimentó hiperinflación continua durante una década (2014-2024), erosionando completamente el poder adquisitivo. De hecho, entre 1998 y 2018, la moneda perdió el 99.999997% de su valor. La hiperinflación alcanzó un pico histórico de 130.060% en 2018 y se moderó en 548% en 2024, según cifras oficiales del Banco Central de Venezuela. Una desaceleración dramática resulta de políticas ortodoxas implementadas desde 2020-2021, incluyendo dolarización de facto, eliminación de controles cambiarios y reducción del gasto público.
Los indicadores sociales revelan una catástrofe humanitaria persistente. La encuesta ENCOVI 2023, de la Universidad Católica Andrés Bello (la fuente más fiable ante la ausencia de estadísticas oficiales), señala que el 82,8% de los hogares vive en pobreza de ingresos y el 50,5% en pobreza extrema. El coeficiente de Gini alcanzó 0,603 en 2022 (moderando a 0,512 en 2023), que convierte a Venezuela en una de las sociedades más desiguales del planeta. Un contundente 94% de la población no tiene ingreso suficiente para comprar los bienes y servicios necesarios.
La producción petrolera, corazón de la economía venezolana, colapsó de una producción promedio de 2,8 millones de barriles diarios (2008-2013) a un mínimo histórico de 337.000 barriles diarios en junio de 2020. Aunque se ha recuperado a 856.000-921.000 barriles diarios en 2024 y 1.084.000 en 2025, no llega a representar el 25-30% de los niveles históricos.
Venezuela, con las mayores reservas probadas del mundo, se ubicó en 2022 apenas en el puesto 22 de producción global. El derrumbe se debe fundamentalmente a la desinversión crónica, la corrupción y la pérdida masiva de capital humano, que se inició con las purgas en PDVSA hace más de dos décadas.
La consecuencia más dramática ha sido el éxodo masivo. Casi 8 millones de venezolanos (aproximadamente el 25% de la población total) han emigrado, generando el mayor desplazamiento en la historia latinoamericana y una de las mayores crisis mundiales de refugiados. Durante 2024, un promedio de 2.000 personas abandonaba Venezuela diariamente. Las remesas superaron los 4.000 millones en 2023 (5% del PIB), y el 94% se destinaba a la compra de alimentos.
Otro indicador de interés es el índice de desarrollo humano, el cual incluye tres dimensiones (vida saludable, conocimiento y estándar de vida) y agrupa indicadores como esperanza de vida al nacer, años de educación esperados, o el PNB per cápita en paridad del poder adquisitivo, entre otros.
La figura siguiente muestra el indicador para todos los países del mundo desde 1990, resaltando la media mundial y Venezuela, que es particularmente decreciente desde 2010. De hecho, es el segundo país del mundo (tras Siria) que peor comportamiento del índice tuvo en la última década. Es más, es el único país del mundo (junto a Cuba) donde ha disminuido el índice sin que esto se deba a una guerra.

El coste de una guerra no ocurrida
¿Qué coste habría tenido para Venezuela una guerra convencional en lugar de la crisis en la que ha sido hundida? La respuesta puede inferirse del trabajo de Benmelech y Monteiro (2025). El análisis empírico más sistemático y exhaustivo hasta la fecha: utiliza una base de datos de 115 conflictos en 145 países durante los últimos 75 años.
Mediante estimaciones causales basadas en modelos de diferencia-en-diferencias, comparando la evolución de cada país afectado por una guerra con países similares que no participaron en conflicto alguno durante el período, los autores aíslan el efecto puro de un conflicto armado, estableciendo un benchmark empírico sobre el coste promedio de la guerra.
El éxodo representa una pérdida de talento que tardará generaciones en recuperarse.
Analizan el evento desde 5 años antes del conflicto hasta 10 tras haber finalizado. Sus principales resultados son que, en promedio, el PIB real disminuye un 13% tras el inicio del conflicto, sin recuperación incluso después de 10 años de su finalización. Empeora el consumo, las exportaciones, la inversión, los ingresos públicos (un 14,5%) y aumenta la emisión de deuda a corto plazo (1,2% del PIB). Además, incrementa la oferta monetaria y periodos de inflación que superan el 50% durante ese periodo. Con una particularidad, las guerras civiles tienen efectos más severos que las internacionales.
Quizás la lección más profunda del estudio reside en el mecanismo que explicaría la persistencia del colapso: la inversión se desploma de forma persistente. La clave no reside en la destrucción del capital físico, sino en la aniquilación del tejido financiero a través de lo que los autores denominan «fricciones financieras». El conflicto erosiona el valor de los activos que sirven como colateral y provocan una contracción del crédito doméstico que impide la financiación. Sin crédito es imposible financiar la reconstrucción, lo que encierra a la economía en una «trampa de bajo crecimiento» de la que no puede escapar.
La tragedia venezolana es consecuencia de la destrucción del aparato productivo y financiero. No se debió a bombas, sino a un ataque sistemático y deliberado contra el capital a través de políticas de expropiaciones, controles de precios y la aniquilación de la seguridad jurídica. Sin embargo, el resultado fue el mismo: la creación de idénticas fricciones financieras y la misma trampa de bajo crecimiento dee un país en guerra. La crisis venezolana no solo es algo peor en las consecuencias económicas una guerra, sino también en los sofisticados mecanismos económicos de su destrucción.

A Venezuela le habría costado siete veces menos una guerra
La comparación arroja un resultado contundente. Si damos por buenas las estimaciones de Benmelech y Monteiro (2025), puesto que Venezuela experimentó una contracción del 88,5% entre 2012 y 2020, esto sería del orden de 6,8 veces peor que el promedio de las guerras, que al final diríamos que resultan ser en muchos casos relativamente benignas. Así, por poner otras cifras, el declive venezolano (88%) supera a la guerra civil libia (62%), la guerra civil siria (70%), la invasión alemana de la URSS (34%), y la Gran Depresión estadounidense (30%). La peculiaridad venezolana es haber alcanzado este nivel de destrucción en tiempo de paz, bajo un único gobierno, sin guerra civil ni invasión externa.
El colapso se debe a decisiones políticas: destrucción de derechos de propiedad (Ouattara y Standaert, 2020), saqueo de recursos con 60% del PIB oculto en paraísos fiscales (Alstadsaeter et al., 2018), y políticas económicas destructivas incluso durante la bonanza (Grier y Maynard, 2016).
La tragedia ofrece una lección universal: la destrucción del capital institucional —derechos de propiedad, estado de derecho, credibilidad monetaria y capital humano— puede tener consecuencias económicas más profundas que la destrucción física de una guerra. El éxodo representa una pérdida de talento que tardará generaciones en recuperarse.
Un colapso impulsado por políticas que ignoran principios económicos fundamentales o simplemente son dirigidas por incentivos guiados por la corrupción puede infligir un coste superior al de la violencia armada y dejar una nación en ruinas y una reconstrucción se extenderá por generaciones.


