Miguel Henrique Otero /El Nacional
Mientras el régimen de Nicolás Maduro, por enésima vez, se encamina a escenificar otro episodio de la farsa del diálogo ―como parte de la campaña que simula el inicio de una etapa de apertura y mejora de las condiciones de vida―, al mismo tiempo, desde la Asamblea Nacional, impulsa una gravísima trampa legal en contra de las organizaciones no gubernamentales venezolanas, con el nombre de “Ley de Cooperación Internacional”.
Y, como tantas veces ha ocurrido en nuestro problematizado país ―donde la canasta alimentaria está a punto de alcanzar los 500 dólares y los presos políticos siguen presos y siguen siendo torturados―, este siniestro ataque al corazón mismo de las libertades no ha recibido, me parece, la atención que debería.
Al tiempo que las familias venezolanas están concentradas en los esfuerzos ineludibles de la sobrevivencia, el poder se endurece, se atornilla, toma medidas para silenciar y paralizar a la sociedad y conducirla a un estado de creciente impotencia.
Los objetivos del proyecto de ley no son nuevos. Desde 2006 el régimen ha amagado o puesto en marcha distintas iniciativas con este mismo fin. En 2010 anunciaron una medida que establecería ―idea propia de ladrones sin límites― que los recursos financieros que fuesen donados a las organizaciones no gubernamentales venezolanas debían entregarse al Estado ―es decir, a las mafias de ladrones y corruptos―, y que serían ellos quienes tomarían la decisión de cómo utilizar o distribuir esos fondos.
Como es obvio, en ese momento, la reacción internacional fue unánime y firme: si la medida se aprobaba, no pondrían ni un peso más en los proyectos de las organizaciones no gubernamentales venezolanas. Las ONG existen, entre muchas otras razones, para hacer más eficiente y transparente la inversión social. Ante el burocratismo y las corruptelas que se generan en el Estado, el llamado tercer sector ―el de las organizaciones sin fines de lucro― ha demostrado, desde que la Carta de las Naciones Unidas las bautizara con esa denominación en 1945, ser mejor administrador que los gobiernos. En un informe que tuve la oportunidad de leer hace unos diez años (creo recordar que del PNUD) se decía que la rentabilidad de cada dólar invertido en programas de desarrollo social y en acciones humanitarias era 8 veces más efectiva que en manos de los gobiernos.
Vuelvo a la secuencia: en octubre de 2020, aprovechando la inmovilidad de la pandemia, el régimen aprobó una resolución que creó un “Registro Especial Automatizado de Organizaciones No Gubernamentales no Domiciliadas” (se refiere a “no domiciliadas” en Venezuela), que solo les permite operar durante un año, lo que les obligaría a renovar el permiso año tras año.
Pero hay un aspecto todavía más restrictivo: la medida limita la acción de estas organizaciones al Plan de Respuesta Humanitaria con Panorama de Necesidades Humanitarias, documento aprobado por la Organización de Naciones Unidas en agosto de 2020, donde están señalados unos determinados ámbitos de actuación: “La asistencia se centrará en los sectores de salud; agua, saneamiento e higiene; seguridad alimentaria y nutrición; alojamiento; protección y educación. El Plan también incorpora las actividades dirigidas por las Naciones Unidas para luchar contra la pandemia COVID-19”. Así, todo lo demás podría calificarse de actuaciones fuera del marco de la ley.
¿Qué se esconde bajo este enunciado? Que las ONG no domiciliadas en el país no podrán actuar en ámbitos tan sensibles como derechos humanos, presos políticos, libertades civiles, libertad de expresión, derechos de las comunidades LGTB, transparencia en el uso de los recursos del Estado, denuncia de la corrupción, seguimiento de la violencia, observación electoral, medio ambiente (por ejemplo, en lo referido al Arco Minero), derechos de los pueblos indígenas, derecho a la protesta y, en términos generales, en todos aquellos asuntos relacionados con las libertades que son esenciales en los modelos democráticos, para el ejercicio pleno de la ciudadanía.
El proyecto de ley, en la práctica, liquidaría las ONG, porque las obligaría a registrarse, someterse a los controles y supervisión del régimen. Es decir, acabaría con el precepto esencial de las organizaciones de su tipo, establecido desde 1945, la de ser entidades separadas y autónomas con respecto al Estado. De hecho, su nombre lo dice, sin lugar a equívocos: son No Gubernamentales. La ley en cuestión no solo las convertiría en dependencias gubernamentales ―es decir, en despachos sometidos al burocratismo enfermizo y corrupto de la administración actual―, sino que crearía condiciones de extremo riesgo para las organizaciones y sus miembros: la de ser declarados como traidores a la patria, conspiradores y terroristas, posibles detenidos, encarcelados y enjuiciados por el único delito de incursionar en ámbitos legítimos, pero no reconocidos por el adefesio legal que se han propuesto aprobar.
Tengo la sensación ―ojalá esté equivocado― de que la mayoría de la sociedad venezolana no valora de forma suficiente el enorme beneficio que las ONG le generan a la sociedad venezolana, no solo por la operación humanitaria constante que realizan en ámbitos como la alimentación, la educación, la salud y el ambiente, sino por sus contribuciones decisivas para asistir, apoyar y divulgar sobre realidades fundamentales como la situación de los presos políticos y sus familiares, las torturas en centros de detención civiles y militares, la destrucción de los medios de comunicación y la libertad de expresión, y tantos otros más.