Dos nacionalizaciones, dos países: de Carlos Andrés Pérez a Hugo Chávez
No hubo épica alguna la mañana en que Carlos Andrés Pérez firmó la Ley de Nacionalización del Petróleo en enero de 1976. No hubo multitudes frente al Palacio de Miraflores ni discursos encendidos prometiendo una nueva era. Hubo papeles, trajes oscuros, un silencio expectante que solo rompe el chasquido de los flashes y una sensación compartida de que algo largamente anunciado, casi inevitable, finalmente se concretaba.
La historia en modo trámite
Carlos Andrés Pérez mantiene un gesto contenido, casi burocrático. No levanta el puño. No improvisa un discurso incendiario. La solemnidad del acto no era emocional, sino institucional. El gesto del presidente fue breve, contenido, casi técnico. La verdadera trascendencia de ese momento no estaba en la teatralidad, sino en la normalidad con la que debía asumirse.

Venezuela “recuperaba” el petróleo, decían los titulares. Pero la palabra recuperación no implicaba conquista ni revancha. Implicaba orden. Implicaba que el país, después de décadas de debates, estaba listo para administrar directamente su principal recurso. Recupera algo que siempre fue suyo y que desde principios del siglo XX lo explotaran otros. No es una ruptura, sino una transición. El país se siente adulto, capaz de administrar su riqueza sin tutelas.
La nacionalización no se vivió como un salto al vacío, sino como una transición cuidadosamente preparada. El petróleo cambiaba de dueño, pero no de reglas.
Ese detalle, que con el tiempo parecería menor, marcó una diferencia histórica.
En los años setenta, Venezuela era un país convencido de su futuro. El auge petrolero había multiplicado los ingresos fiscales y alimentado una confianza casi desmesurada en el papel del Estado como motor del desarrollo. Las autopistas crecían, las universidades se expandían, los ministerios se multiplicaban. Se hablaba de “sembrar el petróleo” como quien habla de una tarea pendiente pero alcanzable. El petróleo no debía ser solo riqueza, sino palanca.
Nacionalizar sin destruir lo que funciona
Carlos Andrés Pérez no inventó la nacionalización. La heredó como aspiración política largamente compartida. Desde la izquierda hasta sectores moderados del empresariado coincidían en que el control estatal del petróleo era un paso lógico, casi natural. La discusión no era ideológica, sino procedimental. No se debatía si nacionalizar, sino cómo hacerlo sin destruir lo que ya funcionaba.
Y lo que funcionaba –conviene recordarlo– era una industria petrolera eficiente, integrada al mercado internacional, operada por empresas extranjeras que, con todas sus sombras, habían desarrollado capacidades técnicas. Nacionalizar implicaba absorber esa complejidad sin desmantelarla.
El proceso fue lento, negociado, jurídicamente minucioso. Se respetaron contratos, se pagaron indemnizaciones, se diseñó una estructura empresarial moderna.
PDVSA nació como una empresa estatal, pero no como un ministerio. Tenía autonomía gerencial, cultura corporativa, cuadros técnicos formados dentro y fuera del país. El Estado asumía la propiedad, pero no renunciaba a la racionalidad empresarial.
La soberanía, en ese contexto, no se entendía como aislamiento ni como ruptura, sino como capacidad. Capacidad de administrar, de planificar, de negociar. La nacionalización del hierro, poco después, siguió la misma lógica. Recursos estratégicos bajo control público, sí, pero dentro de una economía que seguía siendo capitalista, rentista y abierta al mundo.
El Estado venezolano de los setenta era fuerte, expansivo, ambicioso. Pero también estaba contenido por instituciones, por partidos, por una prensa crítica, por la necesidad de sostener una reputación internacional. No se concebía como dueño absoluto de la vida económica. Mucho menos como instrumento de castigo.
Ese Estado cometería errores graves. Gastaría sin control, profundizaría la dependencia petrolera y habría niveles de corrupción, pero conservaba una noción fundamental: el poder debía administrarse, no exhibirse.
El resentimiento como punto de partida
Casi treinta años después, la escena es muy distinta. No hay solemnidad, sino espectáculo. Hugo Chávez, vestido con camisa roja, señala con el dedo a una cámara de televisión y anuncia la expropiación de una empresa. El tono es beligerante, el lenguaje, moral. Hay aplausos, consignas, música. La nacionalización ya no es un trámite de Estado, sino un acto político en vivo, pensado para ser visto, repetido y celebrado.
Entre una escena y otra no solo han pasado décadas, pero en gobernante tiene una idea muy distinta de los que significa el Estado.
El Hugo Chávez que asume el poder en 1999 era muy distinto al Carlos Andrés Pérez que intentó derrocar militarmente en 1992. La población no lo veía como problema sino como la gran promesa. Chávez convirtió un relato simple, potente, emocional. Venezuela había sido saqueada. El petróleo, robado. El pueblo, traicionado en malestar. Reorganizó la historia alrededor de una idea central: había que recuperar lo que nos habían quitado. En ese relato, el Estado no debía regular ni administrar: debía combatir.
La antipolítica había desacreditado la democracia y amplios sectores de la población le dieron la oportunidad al militar; suponían que si lo hacía mal, a los cinco años terminaría su mandato.
También percibían, por el discurso de Chávez, que la democracia representativa había sido una fachada tras la cual se repartieron la renta unos pocos. En el tope de su popularidad presentó en firme su propuesta de redactar una nueva constitución para instaurar una democracia participativa y protagónica. El pueblo dijo que sí, pero no pudo evitar que las reglas para elegir la Asamblea Constituyente fuesen manipuladas con un principio que le había dado voz y voto a los partidos minoritarios: la representación proporcional de las minorías.
El gobierno fomentó entre sus seguidores la creación de organizaciones que propusieran candidatos a la Constituyente. Mientras los partidos tradicionales solo participaban con su tarjeta. Al contar los votos y asignar las curules, siempre la suma de los elegidos por la representación proporcional de la minoría eran muchos más que los diputados de los partidos mayoritarios. La Asamblea Constituyente quedó en manos de Polo Patriótico con 121 puestos de los 131. Con menos del 65% de los votos populares, el Polo Patriótico acaparó el 90% de los asientos en la Asamblea y se redactó una Constitución a la medida de la ambición de Chávez.
El petróleo volvió a ocupar el centro del discurso, aunque formalmente ya estuviera nacionalizado. El problema, decía Chávez, era que PDVSA se había convertido en un Estado dentro del Estado, ajeno al pueblo. La empresa debía ser disciplinada, alineada, subordinada al proyecto político.
Las nacionalizaciones regresaron, pero ya no como política puntual, sino como gesto simbólico permanente. Cada expropiación era una victoria moral, una escena de redención. La televisión se convirtió en medio para gobernar. El anuncio, en espectáculo. El adversario, en enemigo.

PDVSA: de empresa nacional a instrumento político
Luego del paro petrolero de 2002-2003 –que pedía la renuncia de Chávez–, más de 19.700 miles de trabajadores fueron despedidos. Ingenieros, geólogos, gerentes, técnicos con décadas de experiencia perdieron su trabajo y también les incautaron las prestaciones laborales y sus fondos en la caja de ahorros.
Las imágenes de oficinas vacías, de plantas operadas por personal improvisado, circularon poco. No eran épicas. Pero marcaron el inicio de una transformación silenciosa: PDVSA dejaba de ser una empresa estatal profesional para convertirse en una herramienta política. Las consignas “PDVSA ahora es del pueblo” y “roja rojita” se escuchan con fuerza, pero el pueblo no opera refinerías ni negocia contratos internacionales.
El control sustituyó a la autonomía. La lealtad, a la competencia. El discurso, a la técnica. Durante un tiempo, los altos precios del petróleo ocultaron las consecuencias. El dinero seguía entrando. El Estado seguía gastando y endeudándose con los bonos que emitía PDVSA. Parecía que el modelo funcionaba.
De inmediato, la nacionalización dejó de ser excepción y se convirtió en método. Electricidad, telecomunicaciones, siderurgia, cemento, banca, agroindustria, cadenas de alimentos. Todo podía ser expropiado. El criterio no era estratégico, sino político. La lógica era de impacto inmediato.
Cada anuncio seguía un guion reconocible: denuncia de abusos empresariales, promesa de justicia social, aplausos. Pero detrás de la escena pública, el proceso era caótico. Muchas empresas fueron tomadas sin estudios previos, sin planes de gestión, sin cuadros capacitados para operarlas, mucho menos claridad jurídica. El Estado crecía, pero su capacidad real se erosionaba.
Crystallex y el precio diferido de la soberanía
Mientras el país miraba hacia adentro, se abría otro frente en silencio. Uno sin cámaras ni consignas. El frente jurídico internacional.
En 2008, Crystallex, una empresa minera canadiense, fue despojada de su concesión para explotar oro en Las Cristinas, en el estado Bolívar. El proyecto fue transferido a una empresa estatal. El gobierno celebró la decisión como un acto de soberanía. Crystallex, acusada de incumplimientos y ambiciones excesivas, fue presentada como símbolo de los intereses extranjeros que debían ser expulsados.
La empresa no respondió con discursos. Respondió con abogados. Amparada en un tratado bilateral de inversión firmado por Venezuela, acudió al CIADI, el tribunal arbitral del Banco Mundial. El proceso fue largo, técnico. Mientras en Caracas se hablaba de socialismo y dignidad, en los expedientes se analizaban contratos, compromisos, cláusulas firmadas por la propia República.
El fallo llegó en 2016. Venezuela debía pagar más de 1.200 millones de dólares, además de los intereses, por expropiación ilegal. El Estado no pagó. Crystallex llevó el caso a tribunales estadounidenses. Y entonces ocurrió algo que habría sido impensable en los años setenta: activos de PDVSA comenzaron a ser considerados embargables para cubrir una expropiación minera.
La empresa creada como símbolo de la soberanía petrolera se convertía en garantía de pago por una decisión improvisada.
ConocoPhillips: cuando la factura supera la épica
Chevron, durante años presentada como socio confiable, siguió otro camino. No fue expulsada de inmediato. Resistió cambios unilaterales de contratos, aumentos forzosos de participación estatal, condiciones cada vez más restrictivas. Cuando la relación se volvió insostenible, acudió a arbitrajes internacionales. Obtuvo laudos favorables por miles de millones de dólares que luego utilizó para negociar compensaciones y condiciones especiales para seguir operando. No fue una victoria simbólica. Fue una victoria práctica, silenciosa.
En 2007, el gobierno anunció la migración obligatoria de los proyectos petroleros de la Faja del Orinoco a empresas mixtas controladas mayoritariamente por el Estado. No era una negociación. Era un ultimátum. Quien no aceptara debía irse.
ConocoPhillips y ExxonMobil se negaron y ambas fueron expropiadas. Ambas acudieron al arbitraje internacional.
ConocoPhillips obtuvo un laudo por más de 8.700 millones de dólares, uno de los mayores jamás dictados contra un Estado. Al no recibir pago, avanzó en embargos de activos venezolanos en el Caribe y otros países.
Retirarse del sistema no borra las deudas
ExxonMobil no solo ganó arbitrajes. Solicitó embargos preventivos de activos venezolanos en distintas jurisdicciones y los consiguió. Durante un tiempo, el mundo financiero observó con asombro cómo un país petrolero veía congelados bienes en el exterior por disputas derivadas de sus propias expropiaciones.
El gobierno respondió con discursos. Denunció al CIADI, anunció su retiro del sistema de arbitraje internacional, calificó las empresas como enemigas imperiales. “Una ruptura con un sistema colonial”, decían. Pero los jueces no escuchan consignas, leen contratos y los contratos seguían allí.
El retiro del CIADI no borró las obligaciones. Los casos iniciados continuaron. Los laudos se acumularon. Miles de millones de dólares comenzaron a pesar sobre un Estado cada vez más frágil. El retiro no cerró la puerta. Solo dejó al país sin voz dentro del sistema.
Mientras tanto, dentro del país, la realidad se imponía. Las empresas nacionalizadas producían menos o dejaban de producir. La corrupción se normalizaba. La improvisación se volvía regla. El Estado, omnipresente en el discurso, era cada vez más incapaz en la práctica.
La frase de Trump como espejo incómodo

La paradoja se hizo evidente: en nombre de la soberanía, Venezuela importaba más que nunca. En nombre de la justicia social, la escasez se volvió cotidiana. En nombre del pueblo, el Estado se alejaba de la gente. La realidad se impuso. Las empresas estatizadas producen menos que antes. Algunas dejan de producir y otras sobreviven a fuerza de subsidios. El Estado, cada vez más grande, es cada vez menos eficiente.
En ese contexto, desde Washington, el presidente Donald Trump lanzó una frase que recorrió el mundo: Venezuela le había robado el petróleo a Estados Unidos. La declaración era provocadora, exagerada, incluso grotesca. Pero encerraba una ironía histórica difícil de ignorar.
El país que había nacionalizado el petróleo en 1976 para afirmar su soberanía aparecía ahora como un Estado incapaz de producirlo, protegerlo o gestionarlo. No porque otros se lo hubieran arrebatado, sino porque había destruido sus propias capacidades.
PDVSA, símbolo de la riqueza nacional, ya no puede sostener el país. La producción cae. Las refinerías fallan. El petróleo, que debía ser la palanca del desarrollo, se convierte en una carga.
Carlos Andrés Pérez también nacionalizó. Pero lo hizo entendiendo que la soberanía no se declama: se administra. Hugo Chávez nacionalizó convencido de que el poder político bastaba. El mundo jurídico, económico y técnico demostró lo contrario.
Las nacionalizaciones de Carlos Andrés Pérez ocurrieron en un mundo distinto. Un mundo donde Venezuela era vista como un socio confiable, un país serio, predecible. Sus decisiones podían ser discutidas, pero no generaban desconfianza estructural.
Las de Hugo Chávez, en cambio, se ejecutaron en un mundo globalizado, interconectado, jurídicamente denso. Un mundo donde cada expropiación mal hecha no se quedaba en casa, sino que viajaba en forma de demanda, laudo y embargo.
El contraste es brutal: en los años setenta, el Estado nacionalizó y fortaleció su principal empresa; en los dos mil, el Estado nacionalizó y terminó poniendo esa misma empresa como garantía de pago ante tribunales extranjeros. PDVSA, símbolo de la soberanía petrolera, pasó de ser moneda de cambio judicial.
El Estado que fue proyecto y terminó en botín
Hoy, en Venezuela, la palabra nacionalización ya no despierta orgullo. Despierta cansancio. Desconfianza. Miedo. El Estado, que alguna vez fue proyecto, terminó convertido en botín. Y el petróleo, que debía ser promesa de futuro, quedó atrapado entre discursos épicos y facturas impagas.
La historia de estas dos nacionalizaciones no es solo económica. Es una lección sobre el poder. Sobre cómo una misma herramienta puede construir o arrasar un país entero, dependiendo de quién la use, cómo la use y para qué. la nacionalización de Pérez fue parte de un proyecto institucional. La de Chávez, un proyecto de poder.


