Cuando 8 millones hagamos las maletas del regreso

El mundo perderá a millones de venezolanos el día que hagamos las maletas de vuelta. Pero ese mismo día ganará otra cosa: un país que se pone de pie, dispuesto a ser socio, aliado, destino, casa abierta. Un país que no olvidará jamás quién lo sostuvo cuando se estaba desmoronando.

Elizabeth Sánchez Vegas

Pronto, no falta mucho, los aviones irán llenos, pero en dirección contraria. Las maletas de los venezolanos ya no serán símbolo de huida, sino de regreso. Ese día, mientras nosotros volvemos a casa, el mundo también va a perder algo enorme, aunque quizá tarde un tiempo en darse cuenta.

Durante años, más de ocho millones de venezolanos hemos vivido repartidos por el planeta como una constelación rota: en Miami y Madrid, en Santiago, en Bogotá, en Lima, en Buenos Aires, en Lisboa, en Berlín. Llegamos como pudimos: con acentos distintos, títulos que a veces no servían en el papel, pero sí en la vida real, currículos doblados en cuatro dentro de una carpeta plástica y un miedo muy simple: no saber si nos alcanzarían las fuerzas para empezar de cero.

En estos años, los países que nos acogieron se fueron llenando de pequeñas cosas nuestras: los puestos de arepas en esquinas donde antes solo había comida rápida, la bachata interrumpida por un joropo o una gaita en alguna fiesta, los maestros venezolanos enseñando a conjugar verbos a niños que no eran sus hijos pero que empezaron a querer como si lo fueran, médicos y enfermeras con años de experiencia que ahora hacían guardias como asistentes, las mujeres que limpiaron casas, cuidaron abuelos, criaron niños y sostuvieron familias mientras la suya estaba a miles de kilómetros. Sin hacer ruido, fuimos dejando migas de patria en cada esquina.

El mundo se acostumbró a nuestra presencia sin nombrarla demasiado, se acostumbró a la colega que siempre decía “mi amor” sin que fuera falta de respeto, al vecino que ponía música un poco más alta de lo habitual, pero bajaba el volumen en cuanto se lo pedían con una sonrisa, al chofer de Uber que convertía un trayecto de quince minutos en una mini crónica del país que había dejado atrás.

Cuando llegue el momento de regresar, todo eso se notará. En la oficina faltará la risa de esa venezolana que resolvía problemas imposibles con un café y una idea descabellada que, al final, terminaba funcionando. En los hospitales faltará el acento que calmaba a los pacientes diciéndoles “tranquilo, mi cielo, esto también pasa”. En las universidades faltará ese profesor que encendía la clase hablando de un país remoto llamado Venezuela y terminaba hablando, en realidad, de todos los países posibles.

Los países que nos recibieron perderán vecinos, compañeros de trabajo, amigos, parejas, socios, clientes, alumnos. Perderán historias compartidas, recetas adoptadas, chistes internos, la mezcla rara entre nostalgia y ganas de vivir que llevábamos pegada a la piel. Perderán también algo más silencioso: la demostración diaria de que un pueblo puede ser desterrado de su geografía, pero no de su deseo de seguir adelante. Eso también se irá con nosotros, metido en cada maleta y en cada boleto de regreso.

Pero que nadie se equivoque: no nos iremos “contra” nadie. Nos iremos hacia algo. Hacia una Venezuela libre que tendremos que levantar pedazo a pedazo hasta devolverla a su nombre más hermoso: tierra de gracia. Hacia la posibilidad de que nuestros hijos sepan qué significa pertenecer a un país sin tener que presentarlo siempre con una explicación trágica. Hacia unas calles donde el miedo no sea la banda sonora y donde el pasaporte vuelva a ser un documento de viaje, no una condena. Hacia ese lugar que nunca dejamos de nombrar, incluso cuando aprendimos otros himnos y otras banderas.

Cuando empecemos a regresar, también llevaremos en la maleta todo lo que aprendimos en estas tierras que nos abrazaron: la disciplina que nos enseñó Europa, la organización que vimos en Estados Unidos, la capacidad de trabajo en equipo que aprendimos en empresas donde nadie nos conocía, la paciencia de los que nos esperaron en la frontera, el orden de las ciudades que nos prestaron sus aceras para que volviéramos a caminar sin escondernos. Volveremos distintos, pero no desfigurados: seremos el mismo país, con cicatrices nuevas y herramientas que antes no tenía.

Los países que nos acogieron no se quedarán vacíos. Nunca se queda vacío un lugar que ha sido capaz de abrir espacios para el que llega con nada. Pero sí sentirán huecos concretos: la silla que queda libre en la oficina, la casa que cambia de inquilinos, la tienda donde ya no suena aquel acento, el grupo de amigos que tendrá que acostumbrarse a hacer las mismas bromas sin el venezolano que siempre remataba la conversación.

Por eso este artículo no es una carta de despedida. Es una promesa.

Volveremos a nuestra Venezuela, pero también iremos de vuelta a buscarlos a ustedes. Llegaremos ya no con la urgencia del que huye, sino con la calma del que por fin tiene casa. Iremos como visitantes agradecidos a esas ciudades que nos tendieron la mano y nos regalaron un primer empleo, a las escuelas donde nuestros hijos aprendieron a decir “mamá” con otro acento, a las plazas donde se nos aguaron los ojos más de una vez, a las paradas de autobús donde soñamos con papeles y estabilidad, a los mercados y bodegas donde descubrimos otros panes, otros acentos y una forma nueva de decir “vecino”.

Regresaremos con más tiempo para caminar sin prisa esas calles que adoptamos como propias mientras fingíamos que no dolía tanto extrañar las nuestras. Volveremos al mismo restaurante donde nos invitaron aquella primera comida porque intuyeron que el bolsillo no alcanzaba, tocaremos la misma puerta donde un día nos prestaron sofá y cobija, buscaremos a los amigos que se volvieron familia y los miraremos a los ojos, esta vez sin nudo en la garganta, para decirles:

“Lo logramos. Tenemos país. Tenemos futuro. Ahora les toca a ustedes venir a verlo, sentarse en nuestras plazas, probar nuestro dulce de lechosa, disfrutar nuestros mares y brindar en nuestra mesa”.

Y en ese intercambio de visitas, el mundo entero sabrá que este exilio dolió, pero no nos quebró, que nos entrenó para reconstruir con una gratitud que no cabe en una frontera.

El mundo perderá a millones de venezolanos el día que hagamos las maletas al revés. Pero ese mismo día ganará otra cosa: un país que vuelve a ponerse de pie, dispuesto a ser socio, aliado, destino, casa abierta. Un país que no olvidará jamás quién lo sostuvo cuando se estaba desmoronando.

A quienes nos dieron trabajo, techo, papeles, paciencia y, sobre todo, respeto: no se asusten cuando empiecen a ver aeropuertos llenos y vuelos repletos hacia Caracas, Valencia, Maracaibo, Mérida, Porlamar. No es una fuga: somos los mismos venezolanos que un día llegaron con miedo, ahora haciendo la fila más hermosa de sus vidas, la fila para volver a casa.

No se angustien por nosotros: del otro lado nos esperan un buen presidente, Edmundo González Urrutia, y nuestra líder y Nobel de la Paz, María Corina Machado, la misma que tantas veces dijo que quería ver a los hijos de Venezuela volviendo a casa. Volveremos a casa con la maleta llena de mundo y el corazón lleno de nombres y, aunque por fin estemos de regreso, seguiremos cruzando el mapa, una y otra vez, solo para mirarlos a los ojos y decirles gracias por habernos sostenido cuando éramos puro desarraigo y esperanza. Hasta pronto…

tierradegracia #Venezuela

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