La intervención de Marco Rubio sobre Venezuela fue una redefinición explícita del expediente venezolano, tanto en su diagnóstico como en las herramientas que Washington está dispuesto a emplear
La intervención de Marco Rubio sobre Venezuela no fue un pronunciamiento más dentro del repertorio habitual de la política exterior estadounidense. Fue una redefinición explícita del expediente venezolano, tanto en su diagnóstico como en las herramientas que Washington está dispuesto a emplear.
Rubio no habló de crisis humanitaria, ni de elecciones pendientes, ni de negociación política. Tampoco apeló al lenguaje del acompañamiento internacional o de la presión gradual. Partió de una premisa más dura y más estructural: “el statu quo actual con el régimen venezolano es intolerable para Estados Unidos”. En el lenguaje de la política exterior, intolerable no describe una molestia: describe una amenaza que ha superado el umbral de lo administrable.
Ese juicio se sostiene en una acusación central que Rubio repitió y amplió durante su intervención: el régimen venezolano no es solo autoritario o ilegítimo, sino que coopera activamente con organizaciones terroristas y redes criminales transnacionales que operan contra los intereses de Estados Unidos. No habló de permisividad pasiva ni de incapacidad estatal. Habló de cooperación, de vínculos funcionales, de asociaciones que convierten al Estado venezolano en un facilitador directo de amenazas externas.
Desde esa caracterización, Rubio reordenó todo el marco político. Al reiterar que Estados Unidos no reconoce a Nicolás Maduro como presidente legítimo, no introdujo un gesto simbólico ni una consigna ideológica. Estableció una consecuencia lógica: un actor que, según Washington, colabora con estructuras terroristas no puede ser tratado como un gobierno normal ni como un socio negociable.
En ese mismo sentido debe leerse su afirmación de que el objetivo de la política estadounidense es “cambiar esa dinámica”. Rubio no habló de reformas, correcciones o incentivos. Tampoco utilizó el lenguaje de la transición pactada. Habló de un cambio de dinámica, es decir, de alterar las condiciones que hoy permiten la supervivencia del régimen en sus términos actuales.
Uno de los pasajes más reveladores de la intervención fue, paradójicamente, uno de los más breves. Al ser consultado sobre el papel de Rusia, Rubio descartó cualquier preocupación por una escalada geopolítica, señalando que Moscú está concentrado en Ucrania. El mensaje implícito es inequívoco: Estados Unidos no se considera constreñido por el factor ruso en el caso venezolano. No hay disuasión externa que limite su margen de maniobra.
Ese margen aparece reforzado cuando Rubio introduce una fórmula doctrinal clave: el uso de “todos los elementos del poder nacional”. En la jerga estratégica estadounidense, esa expresión no es retórica. Incluye presión económica, sanciones financieras, acciones legales, aislamiento diplomático, operaciones de inteligencia y, llegado el caso, capacidad militar como respaldo último. No anuncia una medida específica, pero sí un enfoque integral, sin compartimentos ni líneas rojas autoimpuestas.
Cuando se le pregunta directamente si esto equivale a un cambio de régimen, Rubio opta por una respuesta elusiva: no comenta “cosas que no han pasado y que pueden no pasar”. En diplomacia, esa ambigüedad no es neutral. Es la forma clásica de no descartar ninguna opción mientras se mantiene deliberadamente abierta la caja de herramientas.
Rubio insiste además en un punto que redefine la naturaleza del conflicto: Venezuela no es presentada como un problema regional ni como un Estado fallido aislado, sino como una plataforma desde la cual operan actores criminales y terroristas con alcance transnacional. Esa formulación desplaza el caso venezolano del terreno político al terreno de la seguridad nacional, con implicaciones legales, estratégicas y operativas muy distintas.
La reacción inmediata del gobierno venezolano —acusaciones de intervencionismo, saqueo de recursos y conspiración— sigue un guion conocido. Pero su previsibilidad contrasta con el cambio de registro estadounidense. Ya no se trata solo de narcotráfico o corrupción: el discurso oficial de Washington eleva a Venezuela a la categoría de amenaza estratégica.
Las sanciones recientes del Departamento del Tesoro contra familiares y operadores del círculo de poder de Maduro encajan en esa lógica. No son castigos simbólicos ni gestos morales. Son intentos de desarticular la estructura económica y financiera que sostiene al régimen, atacando sus nodos de protección y reproducción.
En conjunto, la intervención de Rubio no anuncia una acción inmediata ni fija un calendario. Anuncia algo más profundo: el agotamiento de la política de contención y normalización parcial, y la entrada en una fase donde el objetivo declarado ya no es gestionar el problema venezolano, sino forzar un cambio en la correlación de poder que lo mantiene.
No hubo grandilocuencia ni amenazas explícitas. Hubo algo más significativo: un lenguaje preciso, jurídico y estratégico que redefine el expediente venezolano. Cuando eso ocurre, la experiencia histórica indica que el tablero no se mueve de forma gradual. Se mueve cuando alguien decide que ya no puede permanecer como está.
No hubo amenazas explícitas ni gestos teatrales. No hicieron falta. En la intervención de Marco Rubio, lo decisivo no estuvo en lo que prometió hacer Estados Unidos, sino en cómo redefinió lo que Venezuela representa para Washington. Cuando un país deja de ser tratado como un problema político y pasa a ser descrito como una amenaza estratégica, el margen para la inercia se reduce drásticamente.
El cambio no se anuncia con ultimátum ni con calendarios públicos. Se manifiesta en el lenguaje, en las categorías elegidas, en la forma en que un expediente es reubicado dentro de la jerarquía de riesgos. Rubio habló como quien da por agotada una etapa, no como quien busca administrarla indefinidamente.
Desde ahí, el tablero deja de moverse por gestos diplomáticos y empieza a hacerlo por presión estructural. Y cuando una potencia concluye que el statu quo es inaceptable, lo que sigue rara vez es gradual: suele ser cuando los hechos comienzan a pesar más que las palabras.


