Migración venezolana y violencia delincuencial

Migración venezolana y violencia delincuencial

Miguel Henrique Otero /El Nacional

Un nuevo fenómeno está ocurriendo en casi todos los países del continente americano, incluso en algunos cuya lengua principal no es el español: migrantes venezolanos, con llamativa recurrencia, aparecen como protagonistas de informaciones publicadas en las secciones de Sucesos de portales informativos y medios de comunicación, vinculados a hechos de violencia. La mayoría de las veces como víctimas ―muchas veces mortales―, pero también, y es imperativo reconocerlo, como victimarios.

Comenzaré por el segundo aspecto: en los países donde se han establecido un mayor número de emigrados venezolanos ―Colombia, Ecuador, Perú, Chile y otros― han aparecido peligrosas bandas integradas por delincuentes venezolanos, con las más diversas consecuencias. En Colombia, por ejemplo, que lleva décadas en una dura lucha con las gruesas y torcidas ramas de la delincuencia organizada, la acción de los grupos venezolanos viene a complicar todavía más la que por sí misma es una compleja e histórica problemática, que tanta mortandad ha causado en la sociedad colombiana.

En Chile, el impacto es distinto: varios analistas insisten en que el surgimiento de bandas formadas por venezolanos y colombianos es una novedad para la sociedad y para los cuerpos policiales que, hasta ahora, no habían tenido que sufrir los ataques organizados de grupos de malhechores.

En Perú y Ecuador, desde hace unos tres años, son recurrentes las denuncias que narran que células o subgrupos de la banda conocida como el Tren de Aragua están actuando con regularidad en esos países. Esto significa que, producto de la debacle del régimen de Chávez y Maduro, Venezuela está exportando delincuentes de distintas especialidades, bandas experimentadas y organizadas, métodos delictivos y prácticas criminales de extrema peligrosidad.

Estos hechos ―es inevitable que suceda así― han producido y están produciendo una consecuencia previsible: reacciones de carácter xenófobo, preocupantes generalizaciones de las que no escapan ni siquiera dirigentes políticos y especialistas, la diseminación de prejuicios que asocian a “los venezolanos” con la violencia que afecta a familias y comunidades en ciudades grandes y pequeñas, tanto en Centroamérica como en Suramérica.

Simultáneamente, a diario o casi a diario, las noticias suman casos de venezolanos que, fuera de su país, son objetivos de la violencia. Justo el día en que escribo este artículo, el 1 de junio, El Nacional ofrece como su principal titular el secuestro de Maryeisi Carolina Barrios, joven venezolana residenciada en Arima, la cuarta ciudad de Trinidad y Tobago, cuya población no alcanza los 35.000 habitantes.

Sometidas a secuestros, violaciones y a mafias dedicadas al tráfico de personas y la explotación sexual, los expedientes de la violencia delincuencial contra las mujeres no paran de crecer. A esto hay que sumar las secuelas de la criminalidad machista y los resultados de historias pasionales, que han sido saldados con el asesinato de mujeres venezolanas.

Otras muertes y otras violencias ―madres violadas delante de sus hijos― han ocurrido y están ocurriendo en zonas de tránsito, como la selva del Darién, también llamado el Tapón de Darién ―casi 580.000 hectáreas de selva intrincada, humedad, altas temperaturas, refugio de delincuentes, paramilitares y grupos de narcoguerrilleros―, en Panamá ―ahora mismo, uno de los lugares más peligrosos del mundo, de acuerdo con expertos en migraciones―, o en la frontera entre México y Estados Unidos.

En este torrente humano que se aventura con la esperanza de encontrar una solución a sus padecimientos, miles y miles de personas desesperadas y desamparadas, que huyen de la dictadura de Maduro buscando una vida digna y productiva, tiene lugar otra tragedia: la de la esclavitud. A cambio de un plato de comida de mala calidad, muchas veces insalubre e insuficiente, hombres y mujeres venezolanos aceptan empleos imposibles, de 16 y hasta 18 horas cada día, de lunes a domingo, sin derecho a descanso, bajo la amenaza de perder ese único asidero a la vida si bajan la productividad, si conversan, si se quejan o si piden un mejor trato. Ocurre en hogares, ocurre en industrias, ocurre en empresas de servicios.

Acabo de leer un informe que advierte que está aumentando el porcentaje de cocaína producido en Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia que se queda en el continente. No llega a cruzar ni el Atlántico ni tampoco toma rumbo hacia México y Estados Unidos, sino que se queda en ciudades de América Latina. En la reciente instauración de redes de distribución de cocaína y en la venta menuda hay venezolanos participando junto con los nacionales de diversos países.

Los episodios de sicariato, atracos y robos a residencias, ajustes de cuentas entre bandas que se disputan las calles para el trapicheo de las drogas y el control de la prostitución, son solo otros capítulos de este crecimiento de la violencia que irrumpe cada vez más en los noticieros. Son el rostro deforme y terrible de la migración forzosa, que no se detiene ―aun cuando la maquinaria propagandística del régimen continúe repitiendo que los venezolanos están regresando por “cientos de miles” al país― y que cada día aumenta las exigencias y la demanda de recursos a los distintos gobiernos, y que amenaza con empeorar en los próximos meses y años, si los venezolanos no logramos revertir el proceso de destrucción de las oportunidades y las esperanzas que tiene lugar en Venezuela diariamente, y que empuja a la población a cruzar las fronteras, a pesar incluso de los riesgos que ello supone.

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