Luis Almagro, secretario general de la OEA
Hace más de seis años denunciamos en la OEA que Venezuela padecía una crisis humanitaria, denunciamos violaciones sistemáticas de derechos humanos y crímenes de lesa humanidad, el comienzo de una crisis migratoria incipiente, ejecuciones extrajudiciales, tortura, presos políticos, inhabilitación arbitraria de candidatos. Fuimos acusados de mentirosos, de radicales, de servir a espurios intereses, de actuar en contra de la unión de los pueblos latinoamericanos y un largo etcétera.
El tiempo fue poniendo las cosas en su lugar. Todas las denuncias fueron refrendadas por informes posteriores de otros organismos especializados y también por el sufrimiento de las personas que debieron emigrar llevando la verdad sobre esa cruel realidad a prácticamente cada país de este hemisferio. A esta altura, en todos los países de la región hay alguien que conoce una persona venezolana que tuvo que emigrar debido a aquellas condiciones denunciadas. Por supuesto que quienes toman la realidad como parte de una guerra de relatos quiere meter a la crisis venezolana en la misma bolsa que otras crisis, problemas o dificultades que puedan enfrentar los otros países de la región. Pero esto no es una guerra de relatos, y negar el sufrimiento de millones de personas a su vez adolece de una prácticamente absurda ignorancia o una profunda hipocresía.
No existen parámetros para querer meter en esa bolsa la mayor crisis migratoria de la historia hemisférica, de dimensión global con números semejantes a las crisis migratorias de Siria luego de años de conflicto o comparable con Ucrania, víctima de una guerra de agresión. Imposible asimilar otras situaciones regionales con una crisis humanitaria que ha sido el origen de esa crisis migratoria prácticamente incomprensible para un país de los más ricos en recursos en este hemisferio y cuyo pueblo sufre desnutrición y mortalidad infantil en números exponenciales, imposibilidad de acceder a medicamentos, a alimentación, lo cual llevó, de acuerdo con agencias especializadas, a tener 9 millones de personas con hambre o riesgo de hambre.
Imposible comparar con otras esta crisis de violaciones sistemáticas de derechos humanos y de crímenes de lesa humanidad que comete el régimen y que ha llevado a que por primera vez se abriera una investigación por parte de la Corte Penal internacional para un país latinoamericano. Definitivamente todas estas variables llevan a decir que es ridículo comparar la crisis venezolana con cualquier otra crisis hemisférica ya sea en una dimensión cuantitativa como cualitativa.
No ha sido exactamente la falta de procesos de diálogo lo que ha afectado la situación política del país sumergiéndola en una crisis tan profunda, de desinstitucionalización, de falta de garantías y de libertades individuales, de ineficiencia administrativa y de capacidades productivas. Por supuesto que la acumulación de todas estas crisis puede subsumirse en una sola crisis: la superlativa crisis política en la que se impuso un régimen dictatorial en el que vive el país.
Los procesos de diálogo han sido más de 10; obviamente, ya sea la OEA o personalmente, hemos participado en algunos.
Hemos buscado soluciones desde momentos tempranos tratando de evitar llegar a este desbarrancamiento.
Los hechos no ocurren por causa de aquellos que denunciamos que eso iba a pasar y que advertimos que ese no era el camino. Siempre advertimos que no puede resolverse ninguna situación política del país con continuidad de violaciones de derechos humanos, debilitamiento extremo de las instituciones políticas y económicas que llevan además a la ineficiencia productiva.
El problema ha estado en aquellos que cobijaron ese régimen en esas diversas fases de deterioro o de crisis o de colapso o de quebrantamiento del orden constitucional que hoy el país vive.
Venezuela continúa por el sendero de destrucción, de falta garantías, de falta de opciones de vida para la gente. Todavía contamos presos políticos, torturados, ejecuciones extrajudiciales, actividades criminales como narcotráfico, minería ilegal, contrabando, corrupción.
La desinstitucionalización ha llegado a extremos completamente absurdos, como por ejemplo que la institucionalidad pública de la salud es incapaz o insuficiente para resolver necesidades básicas de derecho de la salud de la población. Igualmente, la institucionalidad de alimentación del país es incapaz absolutamente de resolver esos problemas que todavía afligen a la población y que obligan al pueblo a seguir saliendo del país desesperadamente.
La institucionalidad de seguridad pública definitivamente está muy lejos de resolver los temas de violencia y criminalidad que afectan al país, y llegamos a extremos tales como que su Ministerio de Defensa Nacional es incapaz de atender el control territorial del país y la protección de la integridad territorial del mismo, tanto que cuando se enfrentan a disidentes FARC en Apure, el Ejército bolivariano se come una paliza.
Cuando llegamos a ese punto de desinstitucionalización podemos esgrimir el argumento de la falta de capacidades existentes en la República Bolivariana de Venezuela para resolver los problemas de la población. Es claro que algo sí funciona, y eso es el aparato represivo que funciona horríficamente bien.
Debemos agregar que se ha destruido prácticamente en forma absoluta su aparato productivo, aun a pesar de la burbuja económico-financiera influida directamente por el dinero que debió regresar al país para estar (más) seguro cuando comenzaron las sanciones.
Este regreso de activos del exterior donde probablemente se sintieran inseguros ha traído una lógica de exacerbación de las desigualdades entre el que no tiene qué comer y los concesionarios de autos de lujo; entre el que no tiene medicinas y los clientes de las marcas de lujo que están en Caracas hoy; entre el que sufre la violación de sus derechos humanos por parte de aquellos que en el marco de la minería ilegal explotan los recursos de su país y los clientes de los restaurantes de lujo.
Los sufrimientos del pueblo duelen mucho. La destrucción del aparato productivo llega al extremo de que aun cuando el mundo más necesita del petróleo venezolano por la guerra de agresión a Ucrania, no tienen las capacidades de producirlo. Cuán necesario es ese petróleo en la región, especialmente para los países del Caricom.
Es un pueblo que vive en un infierno con un sendero que no se bifurca nunca. Es natural concluir que el diálogo sigue siendo la única esperanza de que se bifurque el sendero. El diálogo, y no cometer los errores del pasado. El tema es que, en cada proceso de diálogo, ya sean las fuerzas opuestas al régimen como en muchos casos los propios mediadores, tenían como objetivo sacar a Maduro, lo cual como objetivo estratégico probablemente no fuera el más viable, ni realizable, ni realista. Esto, sumado a la intransigencia del negociador rodriguista y a otras condiciones de cada negociación.
Definitivamente, Maduro fue subestimado en muchos casos respecto a sus capacidades de supervivencia, de manejo político y de habilidades diplomáticas, y fue consolidando su fuerza aun desde un origen con muy poca legitimidad, la que se terminó de perder en los años siguientes. El objetivo de la salida de Maduro transformó a cada negociación en un juego de suma cero que terminaba siendo imposible: ni la salida de Maduro en una negociación ni una elección que pudiera significar su salida.
Como todavía parece ser irrealista ese objetivo de algunos, entonces una negociación en ese contexto obviamente no puede ser cómo se saca a Maduro, sino cómo sigue. Esto implica cohabitación. La cohabitación es un ejercicio para el cual no he visto prácticamente a nadie preparado en Venezuela. Pero eso lo hace aún más necesario, en el sentido de que implica un ejercicio de diálogo político real, de institucionalidad compartida, de poderes del Estado compartidos. Compartir el Ejecutivo es complejo y muy difícil. En un esquema de tensión permanente, tiene que estar tan detalladamente regulado que la mejor fórmula sigue siendo la fórmula suiza de sistema colegiado. El ejemplo regional es la Constitución uruguaya de 1952.
Compartir es contrapesar. La cohabitación sin contrapesos puede transformarse en complicidad. El esquema de cohabitación a discutir en un proceso de diálogo debe dar garantías de contrapesos para quienes cohabitan. En caso contrario será una frustración más.
Sin un esquema de compartir el poder desde su base, en el que se asegure una participación efectiva del chavismo y del madurismo, de la gente de Guaidó y otros actores, la acción conjunta y coordinada de objetivos comunes hacia el futuro, es esencialmente imposible. El oficialismo debe asumir que sin la oposición la sociedad venezolana seguirá resquebrajada, dividida, desintegrada social y geográficamente, y la oposición debe asumir que sin el chavismo y el madurismo sucedería lo mismo.
Es muy difícil ir a un proceso electoral dudoso que simplemente asegure la continuidad de lo que tenemos ahora con legitimidad inexistente o dudosa (pero que obviamente espera contar con la complacencia de muchos —el azúcar pica los dientes—).
Entre todo o nada, el régimen dice “todo”; entre mayoría o minoría, generalmente se elige mayoría, pero eso significa que hay espacios en los cuales puede normalizarse la vida institucional del país y otros en los que puede comenzar ese proceso.
De la legitimidad inexistente o dudosa se pasaría a una legitimidad posible. Eso abriría un nuevo sendero, abriría la esperanza para que el sendero se bifurque. En caso contrario, se continuará haciendo marchar a todo un pueblo por un sendero que no se bifurca nunca en el infierno de un país empobrecido, ineficiente, con violaciones de derechos humanos, con crisis migratoria, con crisis humanitaria, con crímenes de lesa humanidad, con crimen organizado.
Nota: El título parafrasea negativamente el cuento de Jorge Luis Borges “El Jardín de los senderos que se bifurcan”.